Estamos nuevamente sentados a la mesa, en casa de nuestro amigo Miguel Carmodi. No pertenece a la Esquina Colorada. Por el contrario, se crió en zona enemiga, en pleno corazón "víbora". Pero encontró calce entre nosotros y de vez en cuando se despacha con sabrosos platos, a modo de afirmarse en la cofradía. Y lo logra porque, aparte de sus valores personales, cocina muy bien, de modo que está con los papeles en orden y por ahora conserva el crédito (es un chiste Miguelito).

Su departamento es pequeño, pero placentero, exhibiendo un atractivo desfile de simpáticos cuadros, entre los cuales sobresale un "Paredes" que siempre me llamó la atención. Es una puerta, nada más que una puerta, pero que sugiere mucho, aun a mis ojos de neófito en eso de apreciar una obra de arte. De manera que, advierto, lo que sigue puede resultar poco interesante.

La he recorrido en cada detalle, favorecida mi contemplación por el hecho de estar relajado y de no tener nada que hacer, más que disfrutar de la buena comida y la conversación dispersa y alegre de mis amigos. Sin embargo, me abstraje en su observación, y poco a poco agudicé mi percepción, asaltándome todo un caudal de sensaciones y pensamientos. Mirándola, uno puede intuir su antiguo esplendor. Y la puerta, ya no es sólo una puerta, sino también son rostros, alegrías, penas, niños, jóvenes y viejos, que como fantasmas van entrando y saliendo por ella; y también innumerables veranos e inviernos, golpeando su noble madera. No tiene que haber sido una puerta cualquiera. Sugiere un tiempo remoto de usanzas amables, de gente habituada al trabajo, al buen gusto y saludables costumbres. Tal vez, inmigrantes.

¿Si no qué otra cosa pueden decirme sus molduras, finamente labradas por la mano de un ignoto artesano? El dueño de casa, el que la encargó o la trajo de quién sabe dónde, la pensó sin duda para realzar el señorío de esa vivienda, del tipo de esas casonas antiguas, que por lo habitual funden su carácter con el de sus moradores. Casa y ocupantes suelen mimetizarse y es común sacar el molde de la familia, con sólo observar el cuidado puesto en el diseño de la fachada y lo que celosamente guarda en sus interiores, para solaz y acogimiento del que es invitado a transponer su umbral.

No sé si Paredes habrá pensado todo esto antes de tomarla como modelo para su pintura. Pero es evidente que algo le debe haber sugerido para detenerse en ella, y luego inmortalizarla en sus firmes y clásicos trazos a carbonilla. Y ha logrado plenamente el objetivo, al menos conmigo, de estimular la imaginación para ir más allá y situarnos en un tiempo que ya fue. Nuestro notable artista supo extraer de ella, el sabor de sus mejores tiempos y como así también el dolor de las heridas que, al paso de los años, fueron dañando su aspecto. Es así como exhibe valerosamente un parche que, como al descuido, ocultó una de sus partes, amputada vaya a saber en qué momento de su larga existencia. Unas maderas cruzadas grotescamente sirvieron de compostura para ese lugar, como quien sutura una herida de guerra. El resto quedó intacto y fue así que ese remiendo no alcanzó a opacar su altivez; belleza desmejorada pero vertical en su orgullo y dignidad. Esa pintura, es un pedazo de vida colgando en la pared.

"¡Grande maestro Santiago Paredes!". Yo soy posterior al terremoto del 44, pero debo reconocer que sus obras me han llevado repetidamente al San Juan que no conocí. Así supe de aleros, pórticos, rejas, ventanas, hornos, aljibes, antiguas arboledas y calientes pedregales. Y rostros, infinitos rostros de gente nuestra, con la expresión cabal y corajuda de los hombres y mujeres de esta tierra.

Ese ejercicio de retrospección a que mueve el artista, me volvió a acontecer esta noche, observando esa puerta que adorna el comedor de Miguel, que ahora interrumpe mis pensamientos con la humeante y generosa paella que acaba de depositar en mi plato.

(*) Periodista.