Cada 28 de diciembre recordamos a los “Santos Inocentes”, es decir, aquellos niños que Herodes, rey de Israel, mandó degollar, al enterarse que había nacido el “Rey de los judíos”. Dice la Sagrada Escritura: “Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca, de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos (Mateo 2:16 – 18). Estos niños dieron su vida para que un rey pudiera estar tranquilo, pues su trono ya no peligraba.

El siglo XX nos trajo matanzas de inocentes mucho mayores: 50 millones de niños son asesinados legalmente cada año en el mundo por la plaga del aborto. Hoy, la matanza de los inocentes continúa por el supuesto derecho al aborto, aunque la Biología haya demostrado fehacientemente que cuando el espermatozoide se une al óvulo, ambos se funden para formar una nueva célula de composición genética única y completa, diferente del padre y de la madre, por lo que ya no es parte del cuerpo de la mujer, sino un ser aparte, un ser humano con derechos, porque el hombre es hombre desde la concepción hasta la muerte. 

50 millones de niños son asesinados legalmente cada año en el mundo por la plaga del aborto.

El papa Francisco, en la exhortación apostólica Amoris laetitia, señala: “Con los avances de las ciencias hoy se puede saber de antemano qué color de cabellos tendrá el niño y qué enfermedades podrá sufrir en el futuro, porque todas las características somáticas de esa persona están inscritas en su código genético ya en el estado embrionario”, (AL, 170). “Cada niño que se forma dentro de su madre es un proyecto eterno del Padre Dios y de su amor eterno: ‘Antes de formarte en el vientre, te escogí; antes de que salieras del seno materno, te consagré’ (Jeremías 1:5). Cada niño está en el corazón de Dios desde siempre, y en el momento en que es concebido se cumple el sueño eterno del Creador. Pensemos cuánto vale ese embrión desde el instante en que es concebido. Hay que mirarlo con esos ojos de amor del Padre, que mira más allá de toda apariencia”, (AL, 168).

En efecto, el niño, como persona humana que es, tiene sus derechos antes de nacer, derechos naturales inherentes a su naturaleza, entre los que ocupa el primer lugar el derecho a la vida, es decir, el derecho a nacer. ¿Qué sentido tiene hablar de la dignidad del hombre y de sus derechos fundamentales, si no se protege al niño por nacer, o se llega incluso a facilitar los medios para destruirlo? Es hipócrita hablar de derechos humanos y permitir el aborto que niega el derecho a la vida. Seguramente se tratará de justificar esta matanza, como lo hizo Herodes. Para él la muerte de los inocentes se justificaba ampliamente ante lo que creía una amenaza para su trono y dinastía, y no dudó, por razón de Estado, en hacer degollar a los niños. ¿Qué valor tenía la vida de unos cuantos críos de Belén ante los grandes asuntos e intereses de la política? Así pensaba Herodes, y así piensan hoy sus seguidores. Pero la única verdad es la realidad: con el aborto se mata a un ser humano, y quien defiende los derechos humanos, está en contra del aborto. 

Por ello, Francisco afirma: “La Iglesia rechaza con todas sus fuerzas las intervenciones coercitivas del Estado en favor de la anticoncepción, la esterilización e incluso del aborto”, (AL, 42).

 

Ricardo Sánchez Recio  –  Orientador Familiar, licenciado y profesor de Química