Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: “Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”  Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”  (Lc 18,9-14).


La parábola de este domingo está asociada a la de la semana pasada.  Tienen algo en común: la oración.  La viuda insistió en su plegaria al juez, y su actitud es presentada como ejemplar por parte de Jesús, indicando que hay que orar siempre y sin desanimarse.  Hoy, el Maestro muestra en el ámbito sagrado del Templo, dos actitudes de personas que rezan: un publicano y un fariseo.  La oración de éste es la de un creyente satisfecho.  No expresa ninguna respuesta de Dios. Su plegaria es una acción de gracias, pero no como las que aparecen en los evangelios.  Pensemos por ejemplo en el canto de María, el “Magnificat” (Lc 1,46-55).  Antes de decir en tercera persona del singular  todo lo que Dios ha hecho por ella, por su pueblo y por los pobres, que son sus preferidos, proclama: “Mi alma canta la grandeza del Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador”.  No menos de diez verbos que son presentados en este cántico sintetizan con estupor las manifestaciones de la gratuita benevolencia divina.  La oración del fariseo se abre de modo idéntico: “Dios mío, te doy gracias”. Pero lo que sigue es diferente y errado.  Aquí los enunciados no son presentados en tercera persona sino en primera: “Yo no soy como los demás hombres: yo ayuno; yo pago los impuestos”. En síntesis, te doy gracias, no por aquello que has hecho por mí sino por lo que yo hice por ti.  Te doy gracias, no por tus beneficios sino por mi virtud. Dice ser honesto pero es infeliz.  Es un Narciso al espejo. Dios es como si no existiera, y para él no sirve de nada.  Aunque él crea rezar, es un ateo.  


En cambio, en el Padrenuestro, modelo de toda oración, nunca se dice “yo” o “mío”, sino siempre “tu” y “nuestro”: tu reino, nuestro pan.  El fariseo olvidó la palabra más importante en toda relación o convivencia humana: el “tu”.  El filósofo y teólogo austríaco-israelí Martín Buber (1878-1965) señalaba que en un verdadero encuentro con el otro también se encuentra a Dios, a quien llama “Tú eterno”.  A partir de la frase de Dostoievsky en “Los hermanos Karamazov”, el pensador judío Emmanuel Levinas (1906-1995) no se cansa de citar que “cada uno de nosotros es culpable ante todos por todo y yo más que los demás”, y a partir de ahí nace una nueva ética, un humanismo que se aleja de la filosofía de la autonomía que culminó en la metáfora de Hobbes cuando dijo que “el hombre es un lobo para el otro hombre”.  Cuando el hombre adora a Dios en su oración llega a descubrir el valor del prójimo.  Entonces nace la “ética del rostro” porque se contempló el rostro de Dios.  El hombre transfigurado puede transfigurar la vida de los demás.


Como contraste, la oración del publicano se revela como un “mendigar”. Es formulada por un pecador consciente de su indignidad. Mientras que el fariseo no esperaba nada de Dios, el publicano lo espera todo. El fariseo se dirigía a Dios para ostentar su virtud, pero el publicano se orienta a Dios reconociéndose pecador y sólo para implorar el perdón divino, a quien ni siquiera es capaz de mostrarle sus ojos en alto.  En la cultura de los tiempos de Jesús, cargada de fe y religiosidad, la hipocresía consistía en ostentar la observancia de la ley y santidad, porque éstas eran las cosas que atraían el aplauso. En nuestra cultura secularizada y permisiva, los valores han sido transmutados.  Lo que se admira  es el rechazo de las normas morales tradicionales, la independencia y la libertad del individuo. Para los fariseos la contraseña era la “observancia” de las normas; para muchos, hoy, en cambio es la “transgresión”. Para salvaguardar la intención original hoy debemos dar vuelta los términos de la parábola.  Los publicanos de ayer son los nuevos fariseos de hoy.  Actualmente es el publicano, el transgresor, quien dice a Dios: “Te doy gracias, Señor, porque no soy como aquellos fariseos creyentes, hipócritas e intolerantes, que se preocupan del ayuno, pero en la vida son peores que nosotros”.  

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández