Esa helada noche de Navidad, el conocido médico rural fue llamado por una urgencia, pidió perdón a su familia, descolgó del ropero el viejo sobretodo gris, trepó a su bicicleta y marchó presuroso a la casa de los González. Allí se encontró con una familia desesperada. La nena de pocos años no paraba de temblar, mientras se iba poniendo morada. Sus padres no sabían que hacer. Temían que se les muriera.
"Hipotermia”, dijo el médico y ordenó algo muy simple y esencial: que el padre se sacara la camisa, el abrigo y que con su torso desnudo abrazara fuertemente a la chiquita a la que cubrieron con un par de mantas. "¿No le va a dar un remedio, doctor?”, preguntó ansiosa la madre. Y el médico le dijo que para esos temblores no había mejor medicamento que el calor del cuerpo de su padre. La anécdota suele contarla Jairo. La enferma era su hermanita.
Ese médico fue respetado y admirado en su pueblo por su calidad humana y humildad, por su vocación de servicio. Tuvo hasta su muerte una sola casa, sencilla y humilde, único bien con que se retiró como Presidente de la Nación, casa que le fue donada por suscripción pública, con ayuda y por voluntad de los vecinos de su pueblo, además de ser el único presidente de Argentina que no aceptó la jubilación.
Nunca más un presidente en nuestro país volvió a viajar en subte o a tomar café en los bolichones. Nunca más un presidente hizo lo que él hizo con los fondos reservados: no los tocó. Me refiero al Dr. Arturo Umberto Illia y a su pueblito, Cruz del Eje. Este hombre tiene en su haber, mientras gobernó, los índices económicos y políticos más relevantes de la historia: no hubo inflación. El Producto Bruto Interno en 1964 creció el 10,3% y en 1965 el 9,1 por ciento. El Producto Industrial creció a un vertiginoso 19% en 1964. En los dos años anteriores, el país había tenido números negativos. Asumió con 23 millones de dólares de reservas en el Banco Central y cuando se fue había 363. Destinó el 23% del presupuesto nacional a la educación (la mayor cifra en la historia del país), se disminuyó la deuda externa, se llevó adelante un plan de alfabetización y se sancionaron las leyes de Salario Mínimo, Vital y Móvil y la Ley de medicamentos, que le costó el constante asedio de los laboratorios multinacionales. Fue, además, un investigador de prestigio.
La historia tiene grabada en el ventrículo oscuro de la vergüenza una anécdota crucial. Cuando el general Julio Alzogaray llegó a su despacho con un pelotón militar a derrocarlo, él le preguntó en nombre de quien venía, a lo que el militar le contestó: "En nombre de las Fuerzas Armadas”. El Presidente le respondió: "Usted no representa a las Fuerzas Armadas, sólo representa a un grupo de insurrectos. Usted, además, es un usurpador que se vale de la fuerza de los cañones y de los soldados de la Constitución para desatar la fuerza contra el pueblo. Usted y quienes lo acompañan actúan como salteadores nocturnos que, como los bandidos, aparecen de madrugada”. Y no tuvo más remedio que abandonar su ilustre, prestigiado y honrado despacho. Cruzó, humillado pero digno, la Plaza de Mayo, donde, siendo Presidente, muchas veces descansaba y leía algún libro, aquellos días de convulsión, golpismo, conspiración y miserias políticas y se fue de a pie y sin miedos a su única casa. Al tiempo comentó: "A mí me derrocaron las 20 manzanas que rodean a la casa de gobierno”. Era cierto, pero varios otros agentes de la política y el sindicalismo colaboraron activamente para ello.
En el corazón de las Navidades siempre estará, seguramente, una anécdota pueblerina sublime signada por la belleza y la humanidad, y no la indigna situación que culminó con un gobierno ejemplar. Pero la Navidad también nos enseña que no todo está perdido, que sigue habiendo hombres probos, que la libertad y el amor son de la esencia de la esperanza.
(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.