Esta Noche celebraremos una Noche-Luz, al final de un año donde la prueba ha estado a la orden del día. Es la Navidad de la pandemia, de la crisis sanitaria, de la crisis socioeconómica e incluso eclesial que ha lacerado cruelmente al mundo entero. Este flagelo ha sido una prueba importante y, al mismo tiempo, una gran oportunidad para convertirnos y recuperar la autenticidad. Pero la crisis siempre causa inquietud, ansiedad, desequilibrio e incertidumbre en las decisiones que se deben tomar. Como recuerda la raíz etimológica del verbo "krino": la crisis es esa criba que limpia el grano de trigo después de la cosecha. De cada crisis emerge siempre una adecuada necesidad de renovación: es un paso adelante, y así deberíamos contemplarla. "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado" (Is 9,5). Lo que, mirando desde lejos hacia el futuro, dice Isaías a Israel como consuelo en su angustia y oscuridad, el Ángel, del que emana una nube de luz, lo anuncia a los pastores como ya presente: "Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor" (Lc 2,11). Desde este momento, Dios es realmente un "Dios con nosotros". Ya no es el Dios lejano que, mediante la creación y a través de la conciencia, se puede intuir en cierto modo desde lejos. Él ha entrado en el mundo para ingresar en el corazón del hombre. En Nochebuena Dios se inclina. Él se inclina: viene abajo, precisamente Él, como un niño, incluso hasta la miseria del establo, símbolo de toda necesidad y estado de abandono de los hombres. El Creador que tiene todo en sus manos, del que todos nosotros dependemos, se hace pequeño y necesitado del amor humano. El teólogo medieval Guillermo de Saint Thierry (1085-1148) dijo una vez: "Dios ha visto que su grandeza, a partir de Adán, provocaba resistencia; que el hombre se siente limitado en su ser él mismo y amenazado en su libertad. Por lo tanto, Dios ha elegido una nueva vía. Se ha hecho niño. Se ha hecho dependiente y débil, necesitado de nuestro amor. Ahora, dice ese Dios que se ha hecho niño, ya no podéis tener miedo de mí, ya sólo podéis amarme". En cada niño hay un reverbero del niño de Belén. Pensemos por tanto en esta noche de modo particular también en aquellos niños a los que se les niega el amor de los padres. A los niños de la calle que no tienen el don de un hogar doméstico. A los niños que son utilizados brutalmente como soldados y convertidos en instrumentos de violencia, en lugar de poder ser portadores de reconciliación y de paz. A los niños heridos en lo más profundo del alma por formas abominables de abuso. A los niños que esta noche están en un hospital sufriendo el dolor a causa de alguna enfermedad. 


Días pasados tuve que visitar la terapia intensiva de neonatología en un hospital. Dos padres creyentes me llamaron para que bautizara a su niña recién nacida con un tumor irreversible. Eran un ejemplo de fe, pero me impresionó ver a esa pequeñita con tubos en su cuerpito, dificultades para respirar y con sus brazos abiertos. Pensaba en Jesús Niño en ese momento. Allí estaba él en esa pequeña, como queriendo decir, "No me dejen. Quiero seguir viviendo". No pude contener el llanto y abrazarme con esos dos padres. Era su primera hija, y al día siguiente falleció. No podía borrar de mi mente y de mis ojos esa imagen. Era una figura del Niño de Belén, clamando que recibamos y respetemos la vida naciente.


El evangelio de Navidad nos dice que los pastores, después de haber escuchado el mensaje del Ángel, se dijeron uno a otro: "Vamos derecho a Belén, y fueron corriendo" (Lc 2,15). "Se apresuraron", dice literalmente el texto griego. Lo que se les había anunciado era tan importante que debían ir inmediatamente. Desde la Nochebuena se promulgó a la humanidad un nuevo orden, una nueva escala de valores. Se destronaron los dioses y se entronizó Dios. Se promulgó lo absoluto y se declaró el centro y todo lo demás pasó a la periferia. Un niño sano no vale más que uno con capacidades diferentes. Un corazón limpio vale más que un corazón sucio. Un asesino puede llegar a ser santo. Los ladrones, las prostitutas y los canallas pueden tener acceso a los primeros lugares del reino. El dinero, el apellido y la fuerza no son credenciales de felicidad. Desde aquella Noche la ancianidad no es decrepitud, sino serenidad. Desde aquella Noche todos los caminos son rutas de Dios: la cárcel, el cáncer, el dolor, la soledad, la muerte.

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández