El ser humano tiene que dignificarse mucho más y cooperar en tender puentes que nos aglutinen. No puede quedarse parado. Por desgracia, el proceso de deshumanización de los moradores, lejos de retroceder, continua avanzando en ese afán de locura destructiva.

La inmoralidad nos ha arrebatado el alma. Ante las tristes realidades del desempleo, de la violencia, de la pérdida de identidad, de la corrupción, de la falta de libertades y sentir democrático, andamos totalmente desorientados, y lo que es peor aún, sin ánimo para poder reconciliarnos con la vida misma.
 
Convendría, pues, activar con intensa firmeza los deberes y derechos humanos, el buen decir y mejor hacer, o como el mismo San Francisco de Asís nos exhortaba a cada uno de nosotros, para que: "allí donde haya odio, que yo ponga el amor, allí donde haya ofensa, que yo ponga el perdón; allí donde haya discordia, que yo ponga la unión; allí donde haya error, que yo ponga la verdad''. Sería bueno pensar en esto, en llevar a buen término el propósito de amarnos, de perdonarnos, de unirnos desde la autenticidad.

Para dolor nuestro, somos una generación que siente poco y mal, que confunde e iguala al ser humano con otras especies e incluso con meros objetos sin alma. En consecuencia, deberíamos saber que el mejor servicio que podemos facilitar a los desolados no está en quitarles la carga, sino en injertarles el necesario brío para sobrellevarlo. Lo mismo sucede con la pobreza, es cuestión de justicia, no de migajas.

Un arranque reciente del Papa Francisco, puede ayudarnos a ser más constructores de concordia. Lo acaba de advertir al mundo con su enérgico timbre: "las represalias no llevan nunca a solucionar los conflictos''. Ciertamente, hay que poner voluntad en el cambio, que no ha de ser de desagravio, sino más bien de mediación.

Sin duda, la manera de vengarse de un enemigo es no parecérsele. En esta misma línea conciliadora, el Secretario General de la ONU, Antonio Guterres ha descrito al planeta como un lugar peligroso, donde presenciamos una multiplicación de nuevas luchas y la perpetuidad de viejos enfrentamientos que nunca acaban, como Afganistán y Somalia. Está visto que al igual que la política es el arte de engañarnos, también las guerras conllevan esa vertiente destructiva que nos deja en la soledad más cruel.

Sea como fuere, la situación del mundo no permite cerrar los ojos ni un instante. Uno tiene que estar en guardia permanente para renacerse a sí mismo, también para convencerse de lo mucho que uno puede hacer por alentar lo armónico a través de ese respeto natural que todos nos merecemos, empezando por nuestra envoltura externa y nuestros interiores.

De momento, nos llama la atención la pasividad de algunos gobiernos, la debilidad de reacción constructiva, pues antes que el interés económico ha de prevalecer el bien colectivo de todo ser humano.