Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, que ansiaba saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas. El pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue sepultado. En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. Entonces exclamó: "’Padre Abraham, ten piedad de mí y envía a Lázaro que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas llamas me atormentan”. Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento (Lc 16, 19-31).
La parábola considera pobreza y riqueza bajo la perspectiva de falta o sobreabundancia de alimento: el rico "’celebraba todos los días espléndidas fiestas”; el pobre "’deseaba saciarse de lo que caía de la mesa del rico”. La parábola sin embargo no explica sólo quiénes son los hambrientos y quiénes los saciados, sino también, y sobre todo, por qué los primeros son declarados bienaventurados y los segundos desgraciados: "’Un día el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado en el infierno entre los tormentos”. La riqueza y la saciedad tienden a encerrar al hombre en un horizonte terreno porque "’donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Lc 12,34); enceguecen el corazón con la disipación y la ebriedad, sofocando la semilla de la palabra (cf. Lc 21,34); hacen olvidar al rico que la noche siguiente podría pedírsele cuentas de su vida (Lc 16,19-31); hacen la entrada en el Reino "’más difícil que para un camello pasar por el ojo de una aguja” (Lc 18,25).
El rico epulón y los demás ricos del evangelio no son condenados por el simple hecho de poseer bienes, sino por el uso que hacen, o no, de su riqueza. En esta parábola Jesús da a entender que habría, para el rico, un camino de salida: el de acordarse de Lázaro a su puerta y compartir con él su opulenta comida. La parábola del rico epulón y del pobre Lázaro se repite hoy, entre nosotros, a escala mundial. Ambos personajes incluso representan los dos hemisferios: el rico epulón el hemisferio norte (Europa occidental, Estados Unidos, Japón); el pobre Lázaro es, con pocas excepciones, el hemisferio sur. Dos personajes, dos mundos: el primer mundo y el "’tercer mundo”. Dos mundos de igual tamaño: el que llamamos "’tercer mundo” representa en realidad "’dos tercios del mundo”. Hay quien ha comparado la tierra a una astronave en vuelo por el cosmos, en la que uno de los tres astronautas a bordo consume el 85 % de los recursos presentes y brega por acaparar también el restante 15 por ciento. El desperdicio es habitual en los países ricos. Hace algunos años, una investigación realizada por el Ministerio de Agricultura de EEUU calculó que de 161 mil millones de kilos de productos alimentarios, 43 mil millones, esto es, cerca de la cuarta parte, acaban en la basura. De estos alimentos desechados, se podrían recuperar fácilmente, si se quisiera, cerca de 2 mil millones de kilos, una cantidad suficiente para alimentar durante un año a cuatro millones de personas.
El mayor pecado contra los pobres y los indigentes es la indiferencia, fingir no ver, "’dar un rodeo” (cf. Lc 10,31). Ignorar las inmensas muchedumbres de mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanzas de un futuro mejor -escribía Juan Pablo II en la encíclica "’Sollicitudo rei socialis”- "’significaría parecernos al rico epulón que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta” (n. 42). Hoy tendemos a poner, entre nosotros y los pobres, un doble cristal. El efecto del doble vidrio, hoy tan aprovechado, es que impide el paso del frío y del ruido, diluye todo, hace llegar todo amortiguado, atenuado. Y de hecho vemos a los pobres moverse, agitarse, gritar tras la pantalla de televisión, en las páginas de los periódicos, pero su grito nos llega como de muy lejos, sin calar en lo hondo del corazón, o tan sólo hacerlo por un momento. Lo primero que hay que hacer, respecto a los pobres, es por tanto, "’romper el doble vidrio”, superando la indiferencia, la insensibilidad, no cerrar los ojos, echar abajo las barreras y dejarse invadir por una sana inquietud a causa de la escandalosa miseria que pueden estar viviendo muchos no lejos de nosotros. La compasión debe llevar a la acción. Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz 1986, afirma una gran verdad: que "’lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia”.
