Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández 

Y añadió: "Así estaba escrito: el Mesías debía sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y comenzando por Jerusalén, en su Nombre debía predicarse a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados. Ustedes son testigos de todo esto. Y yo les enviaré lo que mi Padre les ha prometido. Permanezcan en la ciudad, hasta que sean revestidos con la fuerza que viene de lo alto". Después Jesús los llevó hasta las proximidades de Betania y, elevando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo. Los discípulos, que se habían postrado delante de él, volvieron a Jerusalén con gran alegría, y permanecían continuamente en el Templo alabando a Dios (Lc 24,46-53).


Celebramos hoy la Solemnidad de la Ascensión.  Con ella, Jesús no partió, no se ha «ausentado»; sólo ha desaparecido de la vista. Quien parte ya no está; quien desaparece puede estar aún allí, a dos pasos, sólo que algo impide verle. En el momento de la ascensión Jesús desaparece, sí, de la vista de los apóstoles, pero para estar presente de otro modo, más íntimo, no fuera, sino dentro de ellos. Sucede como en la Eucaristía; mientras la hostia está fuera de nosotros la vemos, la adoramos; cuando la recibimos ya no la vemos, ha desaparecido, pero para estar ya dentro de nosotros. Se ha inaugurado una presencia nueva y más fuerte. Pero surge una objeción. Si Jesús ya no está visible, ¿cómo harán los hombres para saber de su presencia? La respuesta es: ¡Él quiere hacerse visible a través de sus discípulos! Tanto en el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles, el evangelista Lucas asocia estrechamente la Ascensión al tema del testimonio: «Ustedes son testigos de estas cosas» (Lc 24, 48). Ese «ustedes» señala en primer lugar a los apóstoles que han estado con Jesús. Después de los apóstoles, este testimonio por así decir «oficial», esto es, ligado al oficio, pasa a sus sucesores, los obispos y los sacerdotes. Pero aquel «ustedes» se refiere también a todos los bautizados y los creyentes en Cristo. «Cada laico, dice un documento del Concilio, debe ser ante el mundo testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús, y señal del Dios vivo» ( Lumen gentium 38). No es nada más ni nada menos que ser, como lo pide el Papa Francisco, una “Iglesia en salida”.  Es preferible una Iglesia accidentada y herida por salir, que enferma por encerrarse. No una Iglesia preocupada por ser el centro, sino que sale a las periferias.
¿Quién es aquel que sube al cielo? Es el Dios que ha tomado la naturaleza humana en el seno de una mujer revelando la secreta nostalgia de Dios de ser hombre.  Ahora subiendo al cielo, lleva con sí la nostalgia del hombre para ser como Dios. El evangelio de hoy nos dice que Jesús llevó a los discípulos a las proximidades de Betania y, elevando las manos, los bendijo.  Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo.  Una larga bendición  suspendida entre el cielo y la tierra: esa es la última imagen de Jesús.  Esto testimonia que la maldición no pertenece a Dios. Dios nos bendice: nos desea y dice el bien.  En nuestras amarguras y nuestras miserias somos bendecidos.  En nuestras dudas y fatigas, recibimos la bendición de Dios. Jesús deja un don y una tarea: prediquen la conversión y el perdón.  Conversión: indica un movimiento y un dinamismo.  Implica ir contra la corriente y contra la lógica del mundo por la cual pareciera que vencen siempre los más astutos, los más poderosos y los más violentos. En el Nuevo Testamento, la palabra conversión viene del griego "epistrepho" que significa literalmente "volver atrás" o "dar media vuelta": los primeros cristianos encontraron en este vocablo una descripción gráfica de su propia experiencia y comprensión. Con la formación de la tradición del Nuevo Testamento, esta palabra "epistrepho" adquiere un significado teológico propio, en el que se acentúa la decisión de renunciar al pecado y volver a Dios. Si el pecado es, como afirmaban los teólogos medievales: “aversio a Deo et conversio ad creaturam” (aversión a Dios y conversión a las creaturas), la conversión es: “aversio a criaturas et conversion a Deo” (aversión a las creaturas y conversión a Dios). La conversión implica “darle la cara a Dios”.  


Jesús también los llama a anunciar y ejercer el perdón: la frescura de un corazón re-hecho. Se trata de ofrecer la posibilidad de volver a comenzar de nuevo siempre y no rendirse jamás.  La conclusión del relato es una sorpresa: los discípulos volvieron a Jerusalén con gran alegría y permanecían en el templo alabando a Dios. Deberían estar más bien tristes ya que culminaba su presencia física, se iba el amigo y el maestro.  Sin embargo, no.  Es que hasta el último día, él tiene las manos que bendicen y entregan todo lo que tienen.