"Juan vio acercarse a Jesús y dijo: "Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. A él me refería, cuando dije: Después de mí viene un hombre que me precede, porque existía antes que yo. Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él fuera manifestado a Israel". Y Juan dio este testimonio: "He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: "Aquél sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo". Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios" (Jn 1,29-34).

En el evangelio de este domingo, escuchamos a Juan el Bautista que, presentando a Jesús al mundo exclama: "Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo". El cordero en la Biblia, como en otras tantas culturas, es símbolo del ser inocente, que no puede hacer el mal a nadie, sino tan sólo recibirlo. Siguiendo con este simbolismo, la primera carta del apóstol Pedro, llama a Cristo: "Cordero sin mancha", que "ultrajado, no respondía con ultrajes, y sufriendo no amenazaba a nadie con venganza". Jesús es por excelencia, el Inocente que sufre. Se ha escrito que el dolor de los inocentes "es la roca del ateísmo". En verdad, es el "hueso duro de roer" de todas las religiones. En el estupendo libro de Dostoevski, "Los hermanos Karamazov", el rebelde Iván exclama: "Si el sufrimiento inocente debiera servir para construir una humanidad mejor, ¿pueden los hombres aceptar la felicidad edificada sobre la sangre inocente? No estoy de acuerdo".

Después del horror que tantos hombres y mujeres vivieron en el campo de concentración de Auschwitz, Dachau, Buchenwald y tantos otros, el problema se ha vuelto de mayor actualidad y agudeza. Observemos igualmente, el drama de los rehenes de las FARC en Colombia. En una carta que Luis Mendieta, una de las víctimas de los guerrilleros, envía a su esposa e hijos, afirma: "Durante estos últimos años hemos creído alcanzar la cima del sufrimiento, pero después de nueve años de cautiverio hemos llegado a la conclusión de que el sufrimiento causado por el secuestro no tiene límites". Este hombre señala en su misiva que en dos ocasiones tuvo paludismo, que tiene varias llagas y cicatrices, y que lleva varios años con dolores en el pecho, los huesos y las articulaciones: "No es el dolor físico lo que nos hiere, no son las cadenas que llevamos colgadas a nuestros cuellos lo que nos atormenta, no son las permanentes enfermedades las que nos afligen -dice en otra de las cartas-. Es la agonía mental causada por la irracionalidad de todo esto, es el enojo que nos produce la perversidad del malo y la indiferencia del bueno, como si no valiésemos, como si no existiésemos".

En ciertos momentos de dolor inocente, parece darse un proceso en el que la voz del juez ordena al imputado a ponerse de pie. El imputado en este caso es Dios y la fe. El juez, es el ateísmo o el agnosticismo. ¿Qué puede responder la fe a semejante drama? Ante todo, es necesario que todos, creyentes y no creyentes, adoptemos una actitud de humildad, porque si la fe no se encuentra en grado de "explicar" el dolor, menos aún, la razón. El dolor de los inocentes es algo grande y misterioso como para poder encerrarlo en nuestras pobres "explicaciones". En la historia de Job, Dios mismo da la razón a este hombre que lo ha cuestionado con sus "por qué". Jesús, que sabía dar mejores explicaciones que nosotros, ante el dolor de la viuda de Naim y de las hermanas de Lázaro, sólo pudo conmoverse y llorar. No es la incapacidad para explicar el dolor lo que hace perder la fe, sino que es la pérdida de fe lo que hace inexplicable el dolor. La respuesta cristiana al problema del sufrimiento inocente se encuentra encerrada en un nombre: Jesucristo. Él no ha venido a dar doctas explicaciones sobre el dolor, sino que ha venido a cargarlo silenciosamente sobre sus espaldas. Aceptándolo, lo ha cambiado desde dentro: de signo de maldición, lo ha convertido en instrumento de redención. Jesús no sólo ha dado un "sentido" al dolor inocente, sino que le ha conferido un "poder" nuevo, una misteriosa fecundidad. Aprendamos de Cristo que en vez de aumentar el dolor en los demás, trató de aliviarlo. Cierto día, una persona se quejaba ante Dios: por qué permitía que existiera el hambre, la guerra, el sufrimiento, el abandono y la indigencia de tantos niños. "¿Qué has hecho y qué haces para permitir tanto dolor? ¿Qué haces que no lo alivias?" Y escuchó la voz de Dios que decía: "Te hice a ti".