En aquel tiempo, Jesús les propuso otra parábola diciendo: El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró encima cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña. Los siervos del amo se acercaron a decirle: "Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?" Él les contestó: "Algún enemigo ha hecho esto." Le dijeron los siervos: "¿Quieres que vayamos a recogerla?" Jesús le dijo: "No, no sea que, al recoger la cizaña, arranquen a la vez el trigo. Dejen que ambos crezcan juntos hasta la siega. Y al tiempo de la siega, diré a los segadores: Recojan primero la cizaña y atenla en gavillas para quemarla, y el trigo recójanlo en mi granero (Mt 13, 24-30).

 

La parábola de hoy enseña que en el campo de la vida hay bondad y maldad. La presencia de la cizaña no es una sorpresa, ni es signo de fracaso.  La Iglesia no es una comunidad de salvados o elegidos, sino el ámbito donde se puede alcanzar la salvación.  La Iglesia querida por Jesús no  se cierra a nadie.  Existen en cambio “siervos impacientes e intransigentes” que quisieran anticipar el juicio de Dios, pero éste no debe adelantarse, y no es reservado a los hombres.  Éstos no saben juzgar, porque no conocen la medida de Dios que es amar sin medida.  Respecto a la hora de la cosecha, es establecida por Dios: el bien y el mal deben llegar a su cumplimiento y a su plenitud. El centro de la parábola no radica en la presencia de la cizaña, sino en que ésta no debe ser arrancada.  He aquí la maravilla y el “escándalo” que produce esta actitud en los siervos. La pedagogía y el  estilo de Dios, radica en su divina paciencia.  San Pablo lo captó con claridad; por eso advierte: “No hagan juicios prematuros.  Dejen que venga el Señor: el sacará a la luz lo que está oculto en las tinieblas y manifestará las intenciones secretas de los corazones. Entonces, cada uno recibirá de Dios la alabanza que le corresponda” (1 Cor 4,5). Como puede observarse, la comunidad cristiana primitiva sufrió siempre la tentación de la rigidez. Podemos ubicarnos en el lugar de Jesús.  En su tiempo estaba el movimiento fariseo que pretendía ser el pueblo santo, separado de la multitud de los pecadores.  También existía el movimiento de los esenios en Qumrán, con la idea de separación y oposición, de rígida santidad que exigía el rechazo hacia todos aquellos que no eran “puros”.  También se escuchaba la misma predicación del Bautista: “Aquel que viene detrás de mí, tiene en su mano la horquilla y limpiará su era: recogerá su trigo en el granero y quemará la hierba en un fuego inextinguible” (Mt 3,12).  Jesús presenta una visión contraria a todos esos tentativos: él no se separa de los pecadores, sino que camina con ellos.  En su círculo de doce seguidores tiene un Pedro que lo niega tres veces y un Judas que lo traiciona. San Agustín, comentando esta parábola, observa que "primero muchos son cizaña y luego se convierten en grano bueno". Y agrega: "si éstos, cuando son malos, no fueran tolerados con paciencia, no lograrían el laudable cambio". En su magnífica Exhortación Apostólica “Evangelii Gaudium”, el Papa Francisco afirma que “La comunidad evangelizadora siempre está atenta a los frutos, porque el Señor la quiere fecunda. Cuida el trigo y no pierde la paz por la cizaña. El sembrador, cuando ve despuntar la cizaña en medio del trigo, no tiene reacciones quejosas ni alarmistas. Encuentra la manera de que la Palabra se encarne en una situación concreta y dé frutos de vida nueva, aunque en apariencia sean imperfectos o inacabados” (n.24).

 

El creyente debe aprender pues, a mirar la realidad del campo de la vida con ojos de optimismo sobrenatural y esperanza. Nuestra fe es desafiada a vislumbrar el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en medio de la cizaña. Lo que el Papa quiere es que la Iglesia aprenda a “acompañar” y no a “arrancar”.  Por eso es que en la Exhortación Apostólica, solicita que la Iglesia, aprenda el “arte del acompañamiento”, no del aislamiento. “Una de las tentaciones más serias que ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos. Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir adelante sin declararse vencidos. El mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza ansiosa y egocéntrica” (n.85).