Es un hecho recurrente que me vuelve con cualquier imagen de estación, de vías muertas, de pueblito al costado de la ruta.

Como mi abuela vivía a cuadra y media de la estación San Martín, al atardecer de los sábados o domingo nos solía invitar a presenciar la llegada del tren. Un rito, una convocatoria cordial, un abrazo tácito a la gente que se descolgaba de los enormes vagones, una despedida callada a quienes -desde el andén gastado- se aproximaban a la formación detenida y humeante y marchaban, unos con un saludo a sus familiares, otros en total soledad.

El silbato del guarda era estilete azul que se colaba entre el perfume metálico que inundaba la tarde sanjuanina; y luego las campanadas a modo de iglesia pueblerina liberaban pájaros de estaño, y los vagones comenzaban a refunfuñar y se retiraban pesadamente por el desfiladero de la brisa. Mis ojos de niño azorado vieron llorar viejitas en los andenes, saludando con un pañuelito ajado y triste y parejitas abrazarse como en desbandada final. Muchas veces subimos a los vagones, porque mi abuelo -viejo maquinista- nos invitaba, y allí soñamos con el viaje que sólo se daría varios años después como un sueño cumplido. Desde las ventanillas saltarinas vimos pasar paisajes, pueblitos y estaciones donde su gente hacía lo mismo que nosotros, y llegaban trenes y se iban en despedidas constantes, rondas de la vida inacabable.

Hasta que un día, un hombre, rodeado de otros, nos aseguró que era un estadista y el mejor presidente de la historia, y entonces derogó estas magias; pero no sólo eso hizo: apuñaló un país que había crecido a fuerza de los ferrocarriles, les cortó las venas, condenó los orgullosos pueblitos al ostracismo y la perpetua tristeza de morir de prepo, de ser atropellados porque sí; de ser relegados a la ignominia y la sin razón. Cuando el mundo se afirmaba en la aventura imprescindible de los trenes sembrando progreso, uniendo pueblos que se vinculan como almas gemelas, nos dijeron que eso era lo necesario, que privarse del viento amigo era lo necesario, que impedir el saludo dominguero del paisano a la vera de las estaciones, era lo necesario, que la muerte paulatina e incomprensible de los pueblos era lo necesario.