Mucha leyenda y realidad relata la fábula popular acerca de sus atributos. No pocas veces, cuando su hoguera se retira y una fresca brisa acaricia todo, un saldo de varias vidas cegadas empaña la buena nueva, y así todos los años. Mi padre se fue a comandar alguna estrella un agosto de esos.

La despiadada escalada de los fuegos del Zonda convive con nosotros como condena, como desgracia indoblegable. Todos los años hay varios sitios en el calendario donde arraiga ardoroso, quizá para significar lo inevitable de su pequeño infierno, quizá para incorporar a nuestra memoria un ingrediente más a nuestra condición de habitantes de un desierto. Por eso no puede entenderse por qué en esta bendita provincia a cada espacio de terreno que queda entre la urbe que crece (las estaciones inexplicablemente derogadas, las cercanías del Parque) se le da un destino que más contribuye al agobio, al ardor, al desierto, cuando -tan fácilmente- podría destinarse a pequeños parques, plazas, paseos verdes, oasis en el cemento enclaustrado en lo cada vez es más inhóspito.

¡Viento Zonda..! ¡Cuán parte de nosotros sos, que hasta canciones hemos dedicado a tu azote de ardores y desolación! También corresponde decir que mucha gente con él se siente física y espiritualmente bien; pero la mayoría lo padece con la resignación ante el realismo inevitable que muchas veces fortalece.

Acá estamos, en esto que es nuestro lugar en el mundo, asumiendo lo que acá nos está dado dentro de ese universo extraordinario que renovamos cada vez que amanecemos. ¡Viento Zonda! Brazo rojo de un San Juan que lucha por ser humilde isla en un pedregal, reconciliación con los sueños dulces en una pesadilla de escombros nunca totalmente removidos, infortunio nunca totalmente resuelto; aunque también poema de fuego que encarna la resucitación del agua en ceremonias de deshielos y templos de glaciares, luna perdida en un monte de abandono; pero -al fin- breve cielo que perseguimos juntos en el barco indoblegable de nuestro común destino.