El Gobierno nacional resolvió reformar la escuela secundaria, dejando atrás el polimodal para volver al título de bachiller y de técnico. En cuanto a los contenidos, la mayor novedad radicó en que se extenderá a todos los años del secundario la enseñanza de las materias de lengua, matemática e idiomas extranjeros. Además, se incorporarán nuevos espacios formativos a través de talleres, trabajos prácticos y monografías sobre educación sexual, derechos humanos, prevención del consumo de drogas, capacitación laboral, trabajo social y comunitario, artes, deportes y recreación.

La Ley Federal de Educación, sancionada en 1993, con la que se reformó el sistema educativo argentino, supuestamente debía ser la gran ley que pusiera fin al caos en que se debatía un sistema ya agónico, pero acrecentó, por el contrario, de manera exponencial, todas las fallas preexistentes, llevándose consigo una generación sin la herramienta intelectual reciamente forjada para luchar, con éxito, dentro de la sociedad competitiva e insolidaria en la que deberá moverse. El fracaso de esa ley es innegable, porque la evidencia le ha dictado el fallo de "cosa juzgada".

En todo sistema educativo se deberían asegurar los dos fines esenciales inherentes al mismo: el derecho de todos a la mejor calidad de la enseñanza y la formación integral del alumno en las tres esferas clásicas de su personalidad: la intelectiva, la afectiva y la volitiva. Perseguir como fin último la consolidación de un ser humano libre, autónomo, susceptible de desarrollar en actos su rico bagaje de potencias básicas para el logro de su soberanía personal y su adscripción permanente a los valores del humanismo integral y de la democracia.

Lamentablemente, en Argentina, lo referido a la educación, cumple lo afirmado por el príncipe de Lampeduzza en uno de los capítulos de "Gattopardo": hacer cambios para que nada cambie. Se ha dejado inerme y desguarnecida, intelectual y cívicamente, a una generación de niños y jóvenes formados bajo la férula de una ley educativa que abrió el camino hacia la privatización de la enseñanza. La ley federal, concretó un logro largamente soñado por los eternos detractores de la educación popular: escuelas para ricos y escuelas para pobres, tan lejos de aquel ideal sarmientino de la escuela común, igualitaria y democrática. La escuela argentina ha entrado desde hace varios años en una ola de facilísimo destructivo que invita a seguir la línea del menor esfuerzo.

Basta reflexionar sobre la nueva normativa implementada en Córdoba. En esta provincia, los alumnos del secundario que adeuden hasta tres materias podrán pasar de año. El facilísimo homologa a maestros y alumnos para el intercambio de saberes, reduce la función del docente a la de un coordinador en una mesa redonda entre pares, llama autoritarismo a las normas esenciales de respeto recíproco exigidas para una armoniosa convivencia en el aula y en la escuela, establece criterios de evaluación reñidos con elementales niveles de competencia, niega la necesidad de continuar en la casa la tarea iniciada en la clase, descalifica y pauperiza al docente y proscribe el imperativo ético del deber ser.

Nuestro país viene asistiendo a un verdadero torneo, casi deportivo, entre las distintas gestiones educativas para otorgar a los alumnos concesiones inauditas, con menoscabo para las jerarquías legítimas investidas por el personal directivo y docente. La lenidad en la evaluación y la promoción fueron la consigna que debieron seguir maestros y profesores para ocultar los altos índices de deserción y de fracaso escolar, todo ello en nombre de esa burda falacia de "la escuela inclusiva".

La Ley Federal de Educación ha fracasado, como lo hemos expresado siempre desde esta columna, por retrógrada y antipedagógica. La república de Finlandia, que conquistó su independencia con el fin de la Segunda Guerra Mundial, hizo de la educación para todos su "ley suprema". El supuesto milagro de ocupar hoy el primer lugar en calidad de vida y de educación fue la consecuencia de haber gobernado con absoluta honradez cívica por el el bienestar del pueblo.

La educación popular soñada en el siglo XIX de nuestra independencia, por Moreno, Belgrano, San Martín y Sarmiento, entre tantos otros, denuncia, la inmensidad de la deuda ético-cívica que los argentinos deberíamos saldar al celebrar el Bicentenario.