El golpe de Estado que destituyó y expulsó al presidente hondureño Manuel Zelaya el pasado 28 de junio es, por sobre cualquier otra consideración, un golpe al proceso democrático. Pero en este caso, a diferencia de lo ocurrido en décadas pasadas, asistimos a una nueva modalidad adoptada por el establishment para "desplazar" a quienes han sido elegidos legítimamente por el voto popular.

Los poderes fácticos, en contra del giro político-ideológico operado por Zelaya en el último tiempo y su adhesión a la ALBA (Alternativa Bolivariana para las Américas), han logrado conformar una alianza entre los sectores políticos y socialmente relevantes de Honduras: el Congreso, la Corte Suprema, los principales medios de comunicación, las Fuerzas Armadas y la Iglesia. Una alianza para nada desdeñable, en términos de "poder de veto".

Lo que es importante advertir, en el marco de dicha configuración política-institucional, es que el "punch" contra el presidente Zelaya, se realizó bajo un falso manto de legalidad.

Utilizando como excusa la supuesta ilegalidad de la decisión de Manuel Zelaya de convocar a una consulta popular acerca de la necesidad de incluir en las elecciones presidenciales de noviembre próximo una cuarta urna en la cual se le preguntase a la población si estaba a favor o en contra de una reforma constitucional, la Corte Suprema ordenó a los militares remover de su cargo a un presidente elegido democráticamente.

Paralelamente, el Congreso avaló abiertamente la trasgresión del orden institucional aprobando la designación de Roberto Michelleti como nuevo presidente. A ello se sumó la negativa del Jefe del Estado Mayor Conjunto de cumplir la orden del propio Zelaya de encargarse de la logística de la consulta, con el argumento de que las Fuerzas Armadas no cumplirían con una tarea que la Justicia había declarado ilegal. Llamativamente, el general Romeo Vásquez Velásquez fue reconocido por ese mismo cuerpo legislativo por haber desobedecido a Zelaya, y declarado públicamente héroe nacional.

Esta decisión de la Corte Suprema, convalidada posteriormente por el Congreso, resulta improcedente para cualquier sistema democrático. Existen mecanismos institucionales suficientes dentro de la democracia para controlar, auditar y juzgar el accionar del Poder Ejecutivo, incluso a través de un juicio político, sin que ello implique la ruptura por la fuerza del Estado de derecho. Detrás de la argucia implementada por los poderes Legislativo y Judicial, se esconde un flagrante atropello a la voluntad popular y a la democracia en su conjunto. Vale la pena resaltar que ninguno de los actores involucrados en la destitución de Zelaya habló de "golpe". ¿Por qué hablar de golpe -arguyen- cuando siguen existiendo los tres poderes del Estado, cuándo no se ha roto el órden constitucional y cuándo no son los militares quienes están al frente de las instituciones estatales?

Afortunadamente, la comunidad internacional -incluido el propio presidente Obama- condenó en forma unánime la destitución y expulsión de Zelaya. El repudio también fue aclamado en la Argentina desde todos los sectores. Sin embargo, no podemos perder de vista, y dejar de estar atentos a los aggiornados modos de los poderes fácticos para desafiar a las instituciones democráticas cuando éstas se transforman en un estorbo para sus intereses. Instituciones que -no está demás recordar- tanto nos ha costado construir a todos los pueblos latinoamericanos.