El pueblo argentino está reclamando la generosidad masiva de sus gobernantes, que no es, precisamente, la dádiva, sino la obra justa que encamine al país en el camino idóneo que asegure y garantice la realización y gozo del bien común.
El análisis meticuloso que se articule fecundamente en la prédica a ese fin, debe dar crédito a la voluntad como el móvil ejecutor por excelencia para transformar la conducta humana. Visto desde esa perspectiva, es dable conjeturar que la voluntad, facultad humana inobjetable, es transformadora de la realidad. El carácter dado a esa capacidad viene de lo alto, está impuesto en la criatura humana y nuestra cultura occidental recurrió al concepto cristiano para definirla y darle uso cuando la patria necesitó de sus hombres decididos para enfrentar y superar graves contingencias. Sobran, entonces, las razones para infundir en nuestros hijos esta fuerza a modo de verdad tangible, evidente, diametralmente opuesta a insensatas y pertinaces hipótesis consumidas en el materialismo de estado, con el fin extremo de anular los bríos de la sociedad. De los pueblos adormecidos, indolentes, se ha servido siempre el poder autoritario, más amigo de los excesos que del equilibrio.
En circunstancias aciagas, explicar lo inherente a la vida del país debe inspirar siempre un fin docente y altruista, sin la venda que ciega el espíritu de los hombres y sin el fanatismo que le exacerba en su pasión irreflexiva. La más excelsa luz debe irradiarnos toda vez que nos referirnos a nuestra Argentina, descartando el signo petulante para recuperar el humilde y generoso servicio cuando el largo sendero de la patria está ávido y anheloso de pensamientos que sugieran ideas constructivas y orientadoras. A los países hay que pensarlos, hay que imaginarlos con la vara del bien. Esta expresión simple se ensambla en el grado de responsabilidad de las generaciones contemporáneas para procurar a las generaciones futuras un país mejor. El significado trascendente de este pensamiento está intrínseca y directamente relacionado con la lógica y naturaleza de la vida.
Argentina necesita imperiosamente salir pronto de su dicotomía tradicional que le enfrenta constantemente en sí misma, tanto en sus valores como en sus principios fundacionales; en su vana forma de concebir la política como en el modo imperativo y autoritario de gobernarnos. Unos más, otros menos, revisando los tiempos del pretérito, el sayo nos ha vestido a todos. La salvaguarda a inscribir en el punto de partida se asienta en reconocerse en los errores y en los aciertos. En esa reflexión sincera es factible encaminar una profunda y seria autocrítica con la participación de todos los sectores de la comunidad, con una orientación definida que permita también aplicar una metodología funcional y dinámica, con el objetivo preciso de lograr una conclusión válida, porque conforme sea verdadera, servirá a la futura resolución estratégica de la nación.
En el marco de la autocrítica así concebida se genera una acción ideal de enlace de relaciones y de participación ciudadana que hacen posible plantear y proponer el primer objetivo de un gobernante: la unión del pueblo. Los grandes líderes tenían bien claro esta idea porque sabían que lo demás vendría por añadidura. Inmediatamente, debe conjugarse el acopio de materia gris como labor fundamental para dar este paso gigante, que haga posible hilvanar una síntesis del pensamiento argentino de la época, con el propósito de imprimirle normatividad transformadora a un tiempo por venir que presagie con creces el nacimiento de la nueva Argentina, de cuyo modelo y estilo debemos nutrirnos todos y cada uno de los habitantes de este suelo nacional. En la medida que estos conceptos son aprehendidos se convierten en armaduras preventivas, cimentándose en la flamante conciencia que evitará, como primera medida, el descenso del presente decadente que se pretende superar.
Necesitamos una Argentina apta, capaz y dispuesta para construir la vida nueva de todos sus hijos. En la profunda meditación seguramente coincidamos la mayoría porque éste es un anhelo razonable. La inscripción a fuego de la historia nos muestra que cuando los pueblos se motivan para decidir su destino trascendente, suelen ser invencibles. La sana intención del ciudadano se transforma en voluntad creadora cuando encuentra la causa noble y justa por la cual luchar. La alta discusión no debe temerse en el gran debate de la sociedad, porque no divide ni fragmenta, sino que afianza los lazos comunes, que si bien existen, hay que ponerlos en evidencia. Una comunidad que ama la paz se expresa libremente superando la intolerancia y la opresión, porque advierte que pensar diferente es saludable cuando existe la vocación para aunar en las corrientes ideológicas el pensamiento común.