Un frío tremendo rodeaba la tarde que se iba a los tumbos por entre los carolinos de la calle Victoria. El partido había terminado en el viejo estadio del Parque de Mayo, y la gente se agolpaba alrededor del vendedor de chorizos. Estoy parado con mi escasa niñez en un pasado diferente, de hace muchos años, helado y pensando en cruzar esos escasos 80 mts. que me separan de mi casa ubicada frente a la cancha, esquina de Victoria (hoy Urquiza) y Las Mercedes (hoy San Luis), hacia el encuentro de mis padres. Con mi hermano miramos extasiados la enorme sartén donde flotan los rojos chorizos cocinados en vino blanco y agua. Aquel aroma de los rituales del fútbol me viene intacto y puntual a la memoria, junto al bullicio de la gente que reclama su sánguche de chorizo, entonces no se llamaba "choripán". Niños como éramos, y de familia muy humilde, imposible tener para comprar el preciado tesoro. Y ahí nos quedábamos largo rato, como si el contacto gratificante con el aroma fuera un modo de comerse un chorizo o al menos llegar bien cerca de él.
Un día un niño le preguntó a quien cocinaba los chorizos cuanto valía la sopadita en el rojo y humeante jugo. Entonces Don Tomasino Lampazona, viejo canchero del estadio, que también se ganaba la vida con los chorizos a la salida de los partidos, lo miró manso, de reojo, como extrañado; tomó una mitad de pan francés, la sopó en el jugo y se la dio: "Ahora no te cobro nada, pero la próxima son 50 centavos". Sabiamente, el hombre había satisfecho de algún modo el hambre y tentación de una criatura, y había descubierto (o creado), desde su humildad, un modo de vender una ilusión al alcance de los más pobres.
No recuerdo si alguna vez probé la sopadita. Sin embargo, en los disfrutes del alma tengo clavada su espinita dulce con sabor a picante y grasa pura, y aquel olor incomparable que acompañaba el ritual de la salida de los partidos de fútbol.
