Era cruzar la plaza Aberastain, que en los inviernos comenzaba a encogerse bajo las primeras sombras y correr hacia el colectivo que pasaba por Libertador. La salida de la Escuela de Comercio era siempre más o menos eso.

Un guardapolvo muy humilde que se iba consumiendo como el tiempo y los ensueños juveniles. Un línea 6 la mitad de los de ahora, atestado de gorriones blancos rumorosos, cruzaba la ciudad y nos depositaba en la esquina de Victoria (hoy Urquiza) y Libertador, donde enormes carolinos se tuteaban con el cielo y la vieja bodega del Estado temblequeaba fríos y agonías en su reino de adobes. 


Pero lo mejor era para mí los últimos minutos de clase, cuando la felicidad se me enancaba en la vuelta a casa donde mi madre nos esperaba con un enorme tazón de café con leche y rebanadas de pan con manteca y miel. Nada más simple, nada más amable.  


Libertador no tenía bulevar. Aún se me aparece en los sueños que regresan -bella como siempre- como una enorme mujer-correntada de vestido gris que bajaba desde Punta de Rieles en una especie de hondonada donde los pájaros románticos la seguían hasta el Parque. Aún veo airoso el enorme portón que defendía el Parque, y del que parece que nadie puede dar noticias, de un día para otro.

 
En esos anocheceres donde la luna espiaba en harapos por entre los rizos del níspero que no hace mucho murió de indiferencia, aprendí poemas de Olegario Andrade y Amado Nervo y las reglas del lenguaje más rico del mundo. 


Todo está en nosotros. Nada puede matar las añoranzas. 


Por calle Las Mercedes (hoy San Luís) se viene en sueños una comparsa de adolescentes humildes que desmenuzan su música con cañas huecas y papel de seda, bajo trajes de raída tafetina. El carnaval nos demarca a fuego y agua florida el orgullo de haber nacido aquí. Desde el Centro hasta nuestros corazones golpetean los tambores de una murga de Villa Del Carril, y pareciera que en esos sones el pecho se nos vuelve zamba y los brazos buscan en el aire de febrero pañuelos que son capaces de alzar la noche y guardarla en un zaguán de los que quedaron de la tristeza innumerable de los terremotos. Mi madre sigue en infinitas tardes morados preparando tazones de café con leche y nos alcanza con su ternura rodajas de pan con manteca y miel.