Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo.  Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos”.  Jesús les dijo entonces esta parábola: “Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, y al llegar a su casa llama a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había perdido”.  Les aseguro que de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.  Y les dijo también: “Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara, barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? Y cuando la encuentra llama a sus amigas y vecinas y les dice: “Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido”.  Les aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierte” (Lc 15,1-10).


En el capítulo 15, el evangelista Lucas relata tres parábolas: la oveja perdida, la dracma perdida y el hijo pródigo.  Revelan el centro del evangelio: Dios es un Padre tierno y misericordioso, bien distinto de aquel del que Adán había huido por miedo. Con estas parábolas, Jesús justifica su actitud hacia los pecadores.  Les demuestra a ellos la benevolencia del Padre.  Quienes se creen santos, son los únicos que han quedado fuera.  El pensador francés Blas Pascal (1623-1662) afirmaba que en el mundo hay dos categorías de personas: los pecadores y aquellos que se creen justos.  Los primeros, considerándose sin derechos, han encontrado esperanza de vida al dejarse encontrar por Dios.  Él es, en efecto, ternura, piedad y gracia.  “El Señor es un Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse, y pródigo en amor y fidelidad” (Ex 34,6).  Por esencia, Dios ama eternamente al hombre, no en proporción a sus méritos, sino de sus necesidades.  Quienes se acercan a escuchar a Jesús, son los publicanos y los pecadores.  Los primeros eran recaudadores de contribución e impuestos. Por razón de su oficio, los publicanos formaban el sector más degradado de la sociedad judía.  La opinión pública los clasificaba como ladrones.  Pero había más.  En tiempos de Cristo, ejercían su oficio como mandatarios de Roma.  Se habían vendido, diríamos hoy, a una potencia extranjera que los dominaba.  Y por ello merecían un título más degradante todavía: el de apóstatas.  


La grandeza divina se revela en proporción directa a la miseria humana. En estas parábolas hay cuatro verbos claves: perder, buscar, encontrar y alegrarse.  La “búsqueda” conlleva siempre el riesgo de no obtener resultados positivos.  Pero para el pastor y para la mujer, esto no constituye nunca una razón para dudar o diferir.  Por eso pueden finalmente encontrar e invitar a compartir con ellos la alegría. El amor de Dios es un amor “que siempre  busca y toma la iniciativa”. La lógica del amor misericordioso no es abandonar a quien se perdió sino el de revelar una ternura desbordante a quien se buscó y se dejó encontrar.  


En la segunda parábola se habla de la dracma perdida.  En ella se nos muestra un Dios empeñado a toda costa en recuperar a quien se ha comportado como “la otra cara de la moneda”.  Dios esta vez tiene rostro de mujer.  “¿Qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende un candil, y barre la casa, buscando con diligencia hasta hallarla?”.  En Oriente, las casas de los pobres por lo general consistían en una sola habitación, con frecuencia sin ventanas y oscura.  Raras veces se barría la pieza, y una moneda al caer al suelo quedaba rápidamente cubierta por el polvo y la basura.  Aún de día, para poderla encontrar, debía encenderse una vela y barrerse diligentemente la casa.  La dote matrimonial de la esposa consistía por lo general en monedas, que ella preservaba cuidadosamente como su posesión más querida, para transmitirla a sus hijas.  La pérdida de una de esas monedas era considerada como una grave calamidad.  Esta parábola, como la anterior, presenta la pérdida de algo que mediante una búsqueda adecuada se puede recobrar, y eso con gran gozo.  Pero mientras la oveja, sabe que está perdida; la dracma representa a aquellos que están apartados de Dios y no lo saben: son los indiferentes.  Por más lodo que haya caído sobre la moneda, ésta sigue conservando su valor.  El poeta nicaragüense Rubén Darío (1867-1916), lo expresaba así: Puede una gota de lodo, sobre un diamante caer, puede también de este modo su fulgor oscurecer. Pero aunque el diamante todo, se encuentre de fango lleno, el valor que lo hace bueno, no perderá ni un instante y ha de ser siempre diamante, por más que lo manche el cieno.

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández