‘¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Hemos visto surgir su estrella, y vinimos a adorarlo’, (Mt 2,2). Así afirmaron los Magos cuando fueron a ver al divino Niño. En este relato evangélico se nos presenta la Navidad del alma: el nacimiento del creyente y de Dios en el creyente. No basta saber dónde ha nacido Jesús. Debemos hacer en primera persona el itinerario de los Magos, con la fatiga de un camino nocturno pleno de fascinación y de temores, de deseos y de dudas, de esperanzas e incertezas, bajo la guía de una estrella que aparece y desaparece. Los lejanos buscan e interrogan, y así encuentran y se donan con gozo. El cercano, Herodes, sabe dónde está el Señor, pero no se deja interrogar, por eso busca matar. Al hombre le es posible actuar de dos modos: matando o donándose. En la noche del mundo y en la noche del corazón, ellos se hicieron peregrinos. Llegados a la presencia tierna de un Niño, hicieron la única cosa que es digna del encuentro con la Verdad en persona: lo han adorado.

Los Magos, que eran paganos, representan a todos los buscadores de la verdad, dispuestos a vivir la existencia como éxodo, en camino hacia el encuentro con la luz que viene de lo alto, cambiando corazón y vida. Representan a los ateos, que son tales no por simple calificación exterior, sino por el sufrimiento de una vida que lucha con Dios sin poder llegar a creer en Él, viviendo una condición de búsqueda, de viva y dolorosa espera. La no creencia no es la fácil aventura de un rechazo que te deja como te ha encontrado. La no creencia seria, no negligente y banal, es pasión y sufrimiento, militancia de una vida que paga en persona el amargo coraje de no creer. El no creer es indisociable del infinito dolor de la ausencia; de un sentido de soledad y abandono. El no creyente es un peregrino en la noche, abstraído e inquieto por una misteriosa estrella. Es el que pregunta sin complejos, tal como lo hicieron los Magos: ‘¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?’, (Mt 2,2). La condición humana es como la de los Magos, peregrinos de la noche, venidos de lejos, en camino hacia la meta a la que los guía la misteriosa estrella. Uno de los grandes pensadores hebreos del 900, Franz Rosenzweig, abre su gran obra titulada ‘La estrella de la redención’, con las palabras: ‘de la muerte’. Al término de un largo camino, la obra se cierra con las palabras: ‘Hacia la vida’. Este es el itinerario del pensar. De la muerte nos hacemos peregrinos hacia la vida. Vivir no es sólo para morir, sino para luchar y dar un sentido a la vida. Es así como se reconoce como un ‘mendigo de cielo’. El hombre no es alguien que ha llegado a la meta, sino un peregrino que busca la patria lejana, y que desde este horizonte se deja permanentemente provocar, interrogar y seducir. Si el éxodo es la condición humana, la gran tentación es la de detener el camino, de sentir que se ha llegado, dominantes de un hoy que quisiera detener la fatiga del camino. Una tradición hebrea cuenta que un grupo de jóvenes le preguntaron a un anciano rabino cuándo comenzó el exilio de Israel. ‘El exilio de Israel -respondió el rabino cargado de años y pleno de sabiduría- comenzó el día en que Israel no sufrió más el hecho de estar en exilio’. El verdadero exilio no comienza cuando se deja la patria, sino cuando no está más en el corazón la desgarradora nostalgia de la patria. Estaremos muertos cuando nuestro corazón no viva más la inquietud y la pasión de interrogarse, el deseo de seguir buscando. Quien se detiene en la peregrinación de la vida, no sólo mata a Dios dentro suyo, sino a su propia dignidad humana. La condición humana es ‘exodal’: el hombre vive en éxodo porque está llamado a salir de sí mismo de modo permanente, interrogarse en búsqueda de una patria.

Martín Lutero dijo en su lecho de muerte: ‘Wir sind Bettler: hoc est verum!’, ‘Somos mendigos, ésta es la verdad’. Son palabras de un ‘homo religiosus’ en la tarde de la vida, cuando está en el umbral del misterio liberador. Pero si el hombre busca a Dios, Dios no se queda atrás: busca apasionadamente al hombre. El Dios que se encarna en Jesús ha abierto un camino y encendido una esperanza. ‘Es el Verbo procedente del silencio’, como afirma san Ignacio de Antioquía. En la expresión de una de las ‘Sentencias de amor’, san Juan de la Cruz subraya que ‘el Padre pronunció la Palabra en un eterno silencio, y es en silencio que debe ser escuchada por los hombres’. Dios es Palabra. Dios es silencio. Es una Palabra entre dos silencios. El del origen y el del destino o de la patria definitiva. La Palabra es un ‘sí’ que debe ser adorada en silencio, como manifestación del creer. Creer es ‘cor-dare’, como pensaban los teólogos medievales: un ‘dar el corazón’, y es un buscar el rostro divino, como invoca el salmista: ‘Tu rostro busco Señor. No me escondas tu rostro’ (Salmo 27,8). Creer es adorar en silencio, tal como hicieron los Magos: ‘Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo’. Es donar, como lo hicieron los Magos venidos de Oriente: ‘Al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra’, (Mt 2,11).

Ellos vieron al Niño. Al Niño hay que verlo. Él está con su Madre. Al llegar se postraron. Aquí concluyó el camino exterior y comenzó el interior. Tres veces se dice que ‘adoraron’ al Niño. (vv.2.8.11). Ofrecieron oro, incienso y mirra. El oro, riqueza visible, representa todo lo que uno tiene. El incienso, invisible como Dios, representa lo que uno desea. La mirra, ungüento que cura las heridas y preserva de la corrupción, representa aquello que uno es. Ellos abrieron a Dios sus haberes, sus deseos y sus penurias

Lo más maravilloso es cómo concluye el evangelio de la Epifanía o manifestación a los Magos: ‘Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino’, (Mt 2,12). Volvieron al lugar del que habían partido. Pero ‘por otro camino’; ellos ya no recorren el camino de quienes buscan a quien no conoce, sino que emprenden el nuevo camino, propio de quienes han encontrado a quienes los busca. Ellos ya no son más los de antes. Han encontrado ‘dónde’ ha nacido el Rey. El ‘dónde’ de Dios es el corazón humano, y el ‘dónde’ del hombre es el corazón de Dios.