Nos proponemos ofrecer una interpretación acerca de una concepción clásica de educación, que nos brinda Platón en el Libro VII de La República, específicamente, en la "Alegoría de la Caverna”. La intención principal es mostrar cómo la lectura de un autor perteneciente al siglo IV aC aún tiene implicancias profundas en las concepciones que circulan en torno al "acto de educar”.

 

El supuesto primordial del escrito se basa en la existencia de seres humanos que optan por una preferencia de oscuridad (sus prejuicios respecto a una verdad o realidad que los trasciende).

La propuesta platónica, situada en su contexto epocal inexorablemente, implica paralelamente en su cosmovisión al saber y al ser en grados intrínsecamente relacionados, desde el punto de vista ontológico. A saber, el tránsito en el proceso pedagógico es impulsado por una implicación de trascendencia: se trata pues de intentar superar los enunciados del "sentido común” (las opiniones corrientes, las modas académicas y mediáticas, los juicios falaces e infundados, etc.) para poder dedicarnos a la titánica tarea del "rescate” de aquellos prisioneros encadenados en el fondo de una caverna cuya única luz disponible es el simple reflejo del fuego producido por quienes proyectan imágenes en la pared del fondo. Quien educa puede, tranquilamente, dedicarse al sofismo y a la simple transmisión de esas sombras (saberes naturalizados, producidos por "otros” -la comunidad científico/pedagógica de los claustros universitarios-, los cuales rara vez son interpelados por una mirada crítica sino, más bien, publicitaria). Ahora bien, es imposible hablar de la tarea que le compete al docente simplemente como individuo sino consideramos el rol social que le corresponde.

Dicho esto, queda claro que la interpretación platónica no puede escindir la condición humana de la educación: es inherente al ser del hombre la propensión al saber, como también lo es, como posibilidad de considerar reales "las sombras”, aquello que es falso por definición pero persuasivamente conveniente. La filosofía juega aquí su papel pedagógico fundamental: es una actividad, en permanente proceso, hacia la ascensión en dirección opuesta a la banalización de los saberes formalmente pertinentes.

El filósofo, lejos de ser servicial voluntariamente a la opinión establecida por la moda, es más bien su constante fugitivo. Fugarse de la "opinión pública” tiene costos sociales profundos: en el caso de Platón, se indica que semejante actitud nos proveería inmediatamente del mote de "locos” y, consecuentemente, nuestra vida correría peligro al intentar compartir con nuestros "compañeros de celda” aquello que pudimos conocer al librarnos de las ataduras de los prejuicios infundados. Ante semejantes riesgos la filosofía (la pedagogía en este caso en particular) es una actividad que nos implica políticamente: uno se juega el pellejo, pero lo hace no a la manera de mártir, sino como una posibilidad inherente a nuestra propia condición humana, a saber, el sentido comunitario propio de la educación. Sin "los otros”, no existe filosofía alguna que sea relevante, ya que la realidad aprehendida del "maestro” no puede atesorarse mezquinamente como experiencia individual, como si se tratara de un bien acumulable, apilable, valioso en sí mismo.

El valor comunitario del acto de educar es justamente la condición de cualquier acto de educabilidad.