No se puede pensar al hombre sin su medio ambiente. Graves errores se han cometido cuando esa viva relación se ha traspapelado en las agendas ciudadanas.
Pensemos en una persona rica que posee una hermosa mansión con vista al mar y con una espectacular mirada hacia un parque que lo circunda. E imaginemos que esta persona en vez de ser feliz por la belleza del medio, pasa todo el día concentrado solo sobre la extensión de su casa, comparándola con las de los vecinos. Encontrará que algunos poseen menos y otros más. Brota así una de las formas de insatisfacción, infelicidad y pobreza. No valora el verde campo ni el infinito azul del mar ni el aire fresco y puro que le regala la Providencia.
Las implicaciones de esta afirmación es que nuestra riqueza es la suma de nuestros haberes personales más la cuota superior de los bienes comunes de los cuales podemos gozar. Pongamos un ejemplo más. Un muchacho pobre que vive cerca de las playas de Río de Janeiro ciertamente es más rico -o quizá menos pobre- que otro joven que vive en un suburbio destrozado e inseguro de una gran metrópoli, sin bienes naturales a su alrededor, que en cambio sí ostenta la bella ciudad carioca.
De lo que estamos hablando no es una especulación filosófica abstracta, sino de algo valioso que debería estar siempre bien presente en los proyectos y planes de políticos, urbanistas y ciudadanos en general. Hay datos que muestran una tendencia natural al destrozo de los bienes comunes: paseos, plazas, baños públicos, contenedores de residuos, esculturas, estatuas, ermitas, etc. De seguir la tendencia, lo probable que ocurra es que los bienes públicos sean cada vez más pobres y sustituidos progresivamente con bienes privados. Pero claro, para ser usufructuados no por la población en general sino unos pocos que los adquieren. Los economistas, en términos técnicos, saben que la fortaleza de los bienes comunes está en la imposibilidad de excluir del disfrute, es decir, son de todos y todos pueden gozar del mismo paisaje. Ello comporta un valor y hay que cuidarlo para evitar el deterioro. El Turismo por ejemplo, es una industria que vive en parte, de esos generosos bienes comunes. Sin "’El Juicio Final” de Miguel Angel -que la Iglesia Católica custodia como patrimonio de la cultura humana universal- y sin la "’Galería” de Rafael Sanzio, otra sería la suerte turística de Roma.
Nuestra cultura en los últimos decenios progresivamente ha pauperizado el valor de los bienes públicos. Ha dejado de percibirlos como "’vínculos relacionales”. Espacios para la familia y el esparcimiento sano y gratificante. El patrimonio natural, histórico e arqueológico no es valorado suficientemente. La pérdida de bienes comunes ligados a las relaciones humanas, no se compensa fácilmente. Es el paso del "’habitante a ciudadano”: éste último cuida las esculturas y estatuas públicas, porque las entiende como suyas y de todos. No busca privilegios sino participación honesta y amplia.
Re-educarnos en el cuidado a ultranza de los bienes comunes no es optativo. Desde plantar un árbol, a no arrojar papeles al suelo, desde cuidar el agua hasta poner una flor en una ermita pública, es un hábito que enriquece. Es un mandato para todo ciudadano.
(*) Párroco de Nuestra Señora de Tulum y director del Instituto de Bioética de la Universidad Católica de Cuyo.