De ahí, la importancia de protegernos unos a otros y de alumbrar la emoción de la poesía que nos alienta. Ojalá aprendamos a embellecernos con la bondad de unos y de otros, a ser cada día mejores con la esperanza de un porvenir mejor para todos, y a desvivirnos por la Madre Tierra y la Familia Humana. 

Así, con mayúsculas, la Tierra es la casa colectiva, en la que no han de consentirse privilegios alguno, sino justicia para todos. Al igual que cada árbol cumple su función en la biosfera, también deberíamos hacerlo nosotros como seres humanos, preocupándonos mucho más por nuestro hogar común. Por otra parte, la frágil estirpe debe tomar el firme propósito de ser más caritativa, más respetuosa con la poética de la creación y hacer un uso moderado de las cosas.

Quizás nuestro descontento, por aquello de lo que escaseamos, proceda de nuestra falta de reconocimiento hacia lo que tenemos. Sería saludable, por consiguiente, hacer un serio examen de conciencia y llenos de arrepentimiento, activar un cambio de modos y maneras de vivir, a fin de mejorar, ya no solo nuestros habitables espacios, también la convivencia, o lo que es lo mismo, el sencillo arte de vivir como hermanos.

Asimismo, la gratuidad en una época de tantos intereses de conveniencia y recompensa, merece ya no sólo ser considerada, también vivida. En ocasiones, olvidamos que lo transcendente en nuestra existencia nos llega gratuitamente a poco que abramos el corazón. Tantas veces pensamos que todo gira alrededor nuestro, pues no percibimos la donación como entrega desprendida, sino que practicamos la vanidad en cualquier rincón del camino, dejándonos al descubierto hasta nuestro amor propio.

Por desgracia, nos hemos acostumbrado a que todo es cálculo y medida, precio y posesión, algo que no puede concebirse en un mundo en el que todo nace porque sí, y en el que nadie se lleva nada consigo. En el jueves santo, precisamente, la iglesia católica celebra la generosidad por excelencia, como una superabundancia de compasión y clemencia, de luz y caridad fraterna, sabiendo que al atardecer de nuestra existencia seremos examinados del amor.
Recordemos el gesto del Señor de lavar los pies a sus discípulos como un acto de afecto y servicio.

Al día siguiente, con la pasión y muerte, lo envolverán todo en tinieblas y oscuridad, como si el poema de la vida se borrase de nuestro iris viviente. No obstante, cuando todo parece haberse derrumbado en la nada, surge el día y prevalece como un floreciente verso, cuando el Padre arranca a su Hijo amado del abismo de la muerte, bajo una atmósfera verdaderamente embellecedora, tras derribar todas las barreras del odio. De igual forma, los no creyentes han de aprender de este don de la naturaleza, de esta fuerza armónica, a cooperar con sus análogos de modo constructivo.

Bien es verdad que para este cambio se requiere un creciente consenso entre toda la especie humana. Por ello, conscientes de la tremenda realidad de contiendas sembradas por el mundo, se me ocurre pedir más diálogo y menos amenazas, más conversaciones y menos silencios, tal vez una justicia con una autoridad universalmente aceptada. Todo esto, también nos exige a los humanos, un mayor compromiso de acciones conjuntas activadas desde la gratitud y la gratuidad, lo que acrecienta la amistad entre pueblos.

Hoy más que nunca nos hace falta aglutinar sosiego, pero también empujar lenguajes comprensivos que mermen las tensiones mundiales, que mal que nos pese, están aumentando considerablemente.