En antaño, en aquellas zonas alejadas de la urbe donde no llegaba el agua potable, poseerla apta para consumirla era todo un tema. Recuerdo, durante los primeros años de la década del "70, aquel largo proceso de potabilizar domésticamente el precioso liquido que ejecutaba mi padre, con suma paciencia y hasta con cariño. El agua que se consumía y que se utilizaba para los menesteres domésticos era provista por la red de riego a través de sus canales y acequias, a la par que se utilizaba para el regadío de los sembrados o parrales.
En cada casa se instalaba todo un dispositivo para disponer de ella en cantidad y calidad. Este componente consistía en la construcción de una pileta de gran tamaño ubicada en el fondo de las rústicas casas rurales. Antepuesto y conectado a esta pileta existía otro receptáculo, también de importante tamaño, que cumplía la función de filtro, diferenciado del anterior porque no poseía cerramiento alguno, estaba a "cielo abierto”, sin tapadura alguna. A este llegaba una cuneta o pequeña acequia por donde corría el agua cada vez que sobrevenía el turno. De esta manera el agua lentamente, a veces barrosa por lluvias, llenaba este espacio. A continuación y por una pequeña abertura que había en el fondo de este abrevadero, el agua perezosamente "se colaba” por un filtro casero que contenía granilla o arena y pasaba a la pileta principal. Las piletas tenían tapas y a los niños nos estaba prohibido acercanos a ella.
Luego continuaba otro paso, que consistía en poner en funcionamiento una pequeña bomba, la cual absorbía el agua y la elevaba a través de cañerías hasta un gran tanque que se erigía en el techo de las viviendas. Este tanque requería de cuidados especiales, pues era desde donde se distribuía el agua a todos los compartimientos domésticos.
Cabe decir que en la pileta de cemento y contiguo a la bomba, siempre existía aquella clásica bomba de hierro "tracción a sangre” con su cómoda empuñadura, la cual con un poco de esfuerzo hacia brotar un gran chorro de agua cristalina, que de vez en cuando era útil hasta para lavarse la cara. Incluso hoy es posible observar en una que otra casa vestigios de estas piletas, que yacen como una ruina arqueológica. Jamás, según recuerdo, esta agua dañó la salud de las personas, simplemente porque existía una auténtica cultura del agua respaldada en la limpieza y el cuidado de los canales y acequias que involucraba a la vecindad. Pero aún todos estos recaudos, el agua que diariamente bebía el grupo familiar, solía pasar por otro tamiz. Las infaltables destiladeras constituidas por una pila y una tinaja, montados sobre una estructura de madera de álamo. Estas ocupaban el lugar más fresco de la casa.
