Principio del Evangelio de Jesús, Mesías, Hijo de Dios. Como está escrito en el libro del profeta Isaías: «Mira, yo envío a mi mensajero delante de ti para prepararte el camino. Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar, confesando sus pecados. Juan estaba vestido con una piel de camello, y se alimentaba con langostas y miel silvestre. Y predicaba, diciendo: «Detrás de mí vendrá el que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con el Espíritu Santo» (Mc 1,1-8).

 

En este segundo domingo de Adviento, la persona y el mensaje de Juan el Bautista, nos ayudan a disponer el corazón de creyentes que esperan la venida del Salvador.  Juan, el hijo de Isabel y Zacarías, entra en la historia salvífica para “preparar” el camino al Señor.  Esta es su misión y la que aparece desde el anuncio del ángel Gabriel a Zacarías en el Templo: “Tu mujer Isabel, te dará un hijo al que llamarás Juan.  Él caminará delante del Señor con el espíritu y el poder de Elías para reconciliar los corazones de los padres con sus hijos (cf. Malaquías 3,23-24), y atraer a los rebeldes a la sabiduría de los justos, preparando así al Señor un Pueblo bien dispuesto” (Lc 1,13-17). Este mismo concepto es reafirmado por el mismo Zacarías en su Cántico, en el que proclama el “status” profético del niño apenas circuncidado: “Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor preparando sus caminos” (Lc 1,76).  Encontramos la misma idea en las primeras palabras del Bautista, quien retomando el texto del profeta Isaías (40,3), invita al pueblo de Israel a “preparar el camino del Señor” (Lc3,4; Mt 3,3 y Mc 1,3). 

 

La preparación es lo que hace que el hecho futuro se considere importante y apreciado en su justo valor.  Juan Bautista es el servidor enviado a preparar la venida del Señor.  Lo hace como profeta, invitando a una espera confiada y activa, imbuida de esperanza, como cuando preparamos una comida, sabiendo que el huésped vendrá a nutrir, con su presencia, el hambre del corazón de los anfitriones.  La alegría de la espera es dulce y serena.  La Sagrada Escritura afirma que la preparación es el “tiempo de la palabra” que predispone para el acontecimiento futuro. Cuando Dios desea salvar, no impone nada y se dona todo. Dios llama a la puerta (Ct 5,2: Ap 3,20), ruega ser aceptado, pide humildemente que abramos camino para que Él venga a nuestro encuentro. Hay una “Voz” que, cuando es acogida, tiene la fuerza de consolar el corazón en la espera del encuentro. Es la voz del profeta que habla de la Palabra.  El mensajero grita en el desierto.  Éste recuerda el momento de la acción providente de Dios. Es el espacio donde se puede descifrar el misterio de la vida, evitando las máscaras y sacándose las caretas. Los rabinos recuerdan siempre que el término “desierto”, en hebreo se dice “Midbar”: lugar de la palabra. Trazar un camino en el desierto, significa convertirse, cambiando la dirección de la propia existencia.  “Allanar los senderos”, implica no sólo darle la cara a Dios, luego de haberle dado la espalda, sino “desmontar” las idolatrías de la vida para darle el primado a Dios. “Juan esta vestido con piel de camello y se alimentaba con langostas y miel silvestre” (Mc 1,6).  Se presenta en la condición ideal para encontrarse con Dios: abandona la vanidad, los oropeles y las ilusiones.  Es un hombre honestamente pobre. Por esto es libre para gritar y anunciar.  No está atado a ningún poder, ni recibe dinero para estar callado.  La gente lo sigue.  Van desde la ciudad al desierto para escuchar a este profeta severo, pero que dice la verdad.  Juan no es autorreferencial.  No desea que la gente quede ligada a él.  ¡Qué bella e importante actitud! Sabe reconocerse pobre y pequeño, al punto tal de reconocer que él no es digno ni siquiera de desatarle las sandalias del Mesías. Sabe que sólo puede donar la fe en Otro y no en él.  Viene bien pensar esto para todos, incluidos quienes formamos parte de la Iglesia.  Atraer a la gente a la Iglesia no significa “atarla” a nuestra persona sino a la de Jesús. Por tanto, cuanto más humilde y severa es la Iglesia para sí misma, sabe ser más bondadosa y tierna para con los demás.  Es lo que no se cansa de repetir el Papa Francisco: abandonar la hipocresía.  Me parece oportuno recordar una expresión de Madre Teresa de Calcuta: “Debemos ser como el vidrio, que cuanto más limpio está, mejor permite ver hacia dentro.  Así deberíamos ser nosotros: cuanto más humildes, mejor se ve a Jesús en nosotros”.  Esta es la misión.