Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el Sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús. Pedro dijo a Jesús: "Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías". Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: "Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo". Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: "Levántense, no tengan miedo" (Mt 17,1-9).

El texto propuesto en este segundo domingo de Cuaresma, es el de la Transfiguración. El evangelista comienza subrayando una indicación temporal: "seis días después"; es decir, en el séptimo día, el del cumplimiento de la creación. Indica pues, que el fin de la creación no es el final: ella no está destinada a la desfiguración de la muerte, sino a la transfiguración de la vida. Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan. Los tres discípulos que van con Jesús ahora al monte y escuchan al Padre que desde el cielo ruega oír a su Hijo; en el monte del dolor, oirán que el Hijo ruega ser escuchado por el Padre (Mt 26,37). El Monte Tabor y el Monte Getesemaní se complementan mutuamente. En el Tabor, la humanidad de Jesús revela su divinidad. En el Getsemaní, la divinidad muestra su humanidad. La transfiguración del Hijo representa la anticipación de lo que nos espera luego del dolor y de la muerte. Es que la última palabra la tiene la belleza de Dios, no la fealdad de la mezquindad humana o del mal. Nuestra sociedad tiene necesidad de descubrir el sentido de la belleza, para percibir que el presente tiene futuro.

Pablo VI, al concluir el Concilio Vaticano II, dirigió el 8 de diciembre de 1965 un Mensaje a los Artistas, donde percibía que "este mundo en el que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperación. La belleza, al igual que la verdad, dan alegría al corazón de los hombres y es un fruto precioso que resiste la usura del tiempo, que une a las diversas generaciones y les permite comunicarse a través de la admiración". Contemplada con ánimo puro, la belleza habla directamente al corazón, eleva el alma humana del estupor a la maravilla, de la admiración a la gratitud, de la felicidad a la adoración. Verdad, bondad y belleza forman un todo. Tal vez, porque a la verdad la hemos debilitado, al instrumentalizarla poniéndola al servicio de la ideología; y a la bondad le hemos dado una dimensión "horizontal", reduciéndola a una simple acción social, la belleza también se ha resentido hoy, ya que viene equiparada al poseer para dominar o usar, y no admirarla para vivir con la óptica de lo trascendente. ¿No será que hemos usufructuado de un error ya denunciado por san Agustín, cuando decía a la gente ruda a quienes enseñaba catequesis, que hay que pasar del "uti" al "frui", de la relación errónea con las cosas y las personas, sólo en el sentido de la funcionalidad, a la relación creíble y confiada de la gratuidad? Hoy le hemos puesto precio a casi todo, y no reconocemos el valor de la gratuidad en casi nada. San Agustín descubrió que la belleza plena radica en Dios. Por eso es que pudo lamentarse haber estado tantos años alejado de Él, y expresarlo en esos versos que escribió: ¡Tarde te amé, oh Belleza tan antigua y tan nueva! ¡Tarde te amé! Tú estabas dentro y yo estaba fuera, y por fuera te buscaba en aquellas cosas que si no existieran en ti, no existirían. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Gritaste, clamaste y rompiste mi sordera. Brillaste, resplandeciste, y curaste mi ceguera. Exhalaste tu perfume, lo inhalé, y ahora te ansío de día y de noche. Oh, eterna caridad, cara eternidad. Tarde te amé oh Belleza tan antigua y tan nueva". Cuaresma es el tiempo propicio para descubrir nuestra pequeñez humana y la grandeza divina. Pero la grandeza de Dios no es para amedrentar ni someter, sino para agradecer, ya que es grande su misericordia y su perdón para con nosotros. Cuaresma es el tiempo en que se nos invita a descubrir, con la gracia de la conversión, a un Dios que se transfigura y me transforma para que, con la esperanza de lo que nos espera, nuestra vida pase a tener una claridad que la llene de sentido.