Ya se ha transformado en una actividad habitual y desordenada, rebelde y sediciosa, las acciones gremiales que no solo comprenden al trabajador común sino a los artistas. Primero fueron los del Teatro Colón y luego, como broche final, un grupo reducido pero iracundo de bailarines que participaron en el espectáculo central de la Fiesta de la Vendimia, en Mendoza, el que no pudo ser reeditado el domingo y lunes siguiente por los reclamos efectuados a la organización del evento y las medidas que se tomaron para evitar que el conflicto se mayor.

No es casual esta reacción ya que lleva raíces profundas de una contrariedad manifiesta que a veces nos hace pensar que la protesta iguala los niveles culturales y sociales.

Tan justos son los reclamos de unos y de otros pero las formas elegidas que siembran contrariedad en el público que asiste a estos espectáculos, con la esperanza de ver belleza, gracia, don y talento, no pueden ser ignorados. El respeto al público por parte de los artistas es uno de los mandamientos supremos que no debe ser transgredido bajo ninguna circunstancia. Existen otros momentos y ámbitos, antes o después del espectáculo, para los planteos, pero durante la presentación el artista se debe a su público incondicionalmente y debe lograr la comunión con éste, pero solamente con el objetivo de expresar su arte y obtener la aprobación.

Cuando del grito y los brazos caídos se pasa a arrojar elementos contundentes contra los organizadores, estamos bajando de categorías de educación, cortesía y formas poco tradicionales de alentar el arte, quizá uno de los caminos que nos alegra la vida.

La decepción no debe ser la marca de los pueblos y si la insatisfacción existe, debe ser manifestada oportunamente no cuando se halla reunido el público expectante.

Si el grupo es el mismo y repite sus acciones hay que tomar medidas severas porque con los turistas y el auditorio en general no puede haber una ruptura de valores éticos y estéticos.

Existen lugares y ocasiones donde hacer valer los derechos. Manifestarse con violencia pone a los ojos del mundo una imagen de una Argentina equivocada, vacilante, oscura, que nos retrotrae a épocas pretéritas y da extremo poder a los sindicatos.

Imponerle reglas y límites no es nocivo: señala el camino de la corrección para que las acciones se concreten y embellezcan los ámbitos donde nadie ni nada puede ensombrecer.

La tarea sindical debe ser clara y no una utopía hipócrita llena de apariencias.