Hay instantes en que interrogar al pasado es inevitable. No se trata de quedar anclado en el tiempo, sino dimensionar el hoy desde el ayer para entender qué y por qué esperamos. Siempre he pensado que la vida, en términos de imágenes, es una película, pero nunca una foto. No somos un momento, sino una suma de ellos donde el tiempo se articula de otra manera. Desde ese lugar, me pregunto con cierta inquietud, qué habría pasado si no hubiese dado ese salto al vacío que es la fe. Podrá decirse que es un razonamiento contrafáctico imaginando una realidad alternativa a mi situación actual. Pero la pregunta sigue allí: – ¿Y si hubiera elegido no creer, cómo sería mi vida hoy? 

Razonamiento contrafáctico

Este tipo de razonamientos tiene implicancias emocionales, pero también trae sus beneficios. El primero de ellos es que, en ciertos casos puede darnos un sentido a la vida y a nuestros posicionamientos actuales. 

Como todo ser humano, siempre me ha inquietado saber: – ¿quién soy?; – ¿de dónde vengo?; y – ¿hacia dónde voy? Tres preguntas que requerían respuestas y no encontré en mis tiempos de ateísmo. Y con ellas, una cuarta que explicaba las otras tres: – ¿por qué me inquietaba no encontrar las respuestas? Con los años entendí que esas preguntas responden al deseo de Dios que habita en el corazón humano, desde que fuimos creados por Él. Ese deseo se transforma en vocación a conocerle y entrar en diálogo. No es una obligación, es una llamada a la libertad que, sí se deja mover por el Amor culmina en una confesión que dará otro sentido a la vida: ¡Creo! Esa confesión de fe nos lleva a repetir con Samuel: “Habla, Señor, porque tu servidor escucha” (1 Samuel 3, 10) No es una mera frase en labios de un hombre de fe. Es una actitud ante la vida, sobre todo en los momentos más oscuros y difíciles que nos toca transitar. Una vez escuché a un filósofo decir que transitamos la enfermedad, el dolor y la muerte, desde nuestras convicciones y creencias. Quien enferma no es sólo el cuerpo sino el yo personal, que, desde su propia historia de vida, enfrenta la experiencia de enfermarse y el proceso de morir. Una de las fases del duelo, según la teoría de la Dra. Kübler-Ross (psiquiatra y escritora suizo-estadounidense), es la de la depresión. La pérdida de un ser querido o el hecho de tener que enfrentarnos a la propia muerte puede vaciar de sentido nuestra vida, generar angustia y desesperanza. La fase de la aceptación de la pérdida y la comprensión de que la muerte es inevitable, es la última de las etapas descriptas por la médica psiquiatra, que durante años asistió a enfermos de cáncer en su etapa final.

Mirada en retrospectiva

Esta fase de aceptación no se debe solamente a la asimilación de lo inevitable de la pérdida, sino de una mirada en retrospectiva de nuestra vida. Cuando se acerca el final solemos mirar hacia atrás por el espejo retrovisor. De repente, puede aparecer en el cristal la imagen de un árbol florido. Es la vida cuyo esplendor es fruto de “lo que tiene sepultado”, como dice el soneto de Francisco Luis Bernárdez (Poeta argentino nacido en Buenos Aires en 1900). Desde mi perspectiva y experiencia vital, la fe es una de las raíces fundamentales que alimentó aquel árbol. Seguramente, en el paso del enojo y la negación a la aceptación, mucho tiene que ver la fe. Y aquí aparece el razonamiento contrafáctico a través de la pregunta: ¿Y si hubiera elegido no creer? Posiblemente me hubiese dejado vencer por el enojo y no habría entendido a Samuel.

 

Por Miryan Andújar
Abogada, docente e investigadora
Instituto de Bioética de la UCCuyo