
Cuando aquella mañana de primavera salí a regar la acera de tierra, la vi. Yo tendría unos quince años y ella quizá trece. Barría con distracción en la puerta de la casa ubicada a unos veinte metros de la mía. De pronto levantó la vista, me miró de un modo que me estremeció, y siguió barriendo.
Como una flor de los primeros días tibios, llegó al barrio en septiembre -me parece- a trabajar en la casa de unos vecinos, y todos los muchachos quisimos conquistarla desde nuestra precaria condición de galanes de tan escasa adolescencia. Había pocas chicas en el barrio y todas ya eran demasiado amigas o mayores que nosotros. Era ella agradable y atractiva, de ojitos picarescos. Desde aquel día que nos vimos por primera vez, solía echarme alguna mirada tibia, aunque fuera muy disimuladamente y eso para mi era más que suficiente; me parecía que ya contaba de algún modo en sus días y sus noches en vela.
No recuerdo su nombre y no sé si lo confesaría, si me acordase. Cuando salía a la puerta, yo me ponía a regar las plantas o a hacer cualquier cosa en la calle. No faltó quien se atribuyera algún romance o algo parecido con ella y eso me enfureció, aunque sabía que quien lo aseguró no era creíble.
Mi timidez no me permitía intentar un acercamiento, hasta que un día nos cruzamos -no casualmente- en el territorio amplio y neutral de la calle; nos prodigamos una mirada discretísima suficiente y nada más (cruce de pequeños sueños); sí recuerdo que en ese momento sentí en todo el cuerpo un cosquilleo extraño y un deseo inmenso de escribir algo, dejar en la piel de un papel los regueros de luna que me acuciaron durante días y el testimonio del dardo de rosas que su mirada me había clavado. Sé que ella comentó a alguien del barrio que yo le resultaba agradable y eso me llenó de orgullo, haciendo tambalear aquel lejano corazón de los primeros vuelcos.
Tuve luego dos o tres cruces de palabras y algunos juegos compartidos con los demás chicos y nada más. Al poco tiempo se fue sin previo aviso (más parecido a una desaparición que una retirada), no sé por qué ni hacia dónde, quizá quedó sin trabajo. Nunca más tuve noticias de ella y experimenté la sensación de haber perdido algo propio, seguramente una ilusión, que no es poco. En una de esas, a los años, nos volvimos a cruzar por estas calles que uno frecuenta habitualmente, donde de algún modo todos tenemos cierto reflejo del otro, y ella, quizá devolviéndome la timidez o el recato, tampoco se animara a decir nada; o, ya, con una vida encima y un rimero de historia y sueños irreversibles, tampoco pudiera delatar su presencia. Algo adentro me dice que ese encuentro ha ocurrido y que en el territorio de ese silencio mutuo que sólo sirve al corazón, es posible que de algún modo bello y recóndito, en aquellas primaveras de escasos años, nos hallamos amado.
Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete