Ahí estaba el viejo edificio de la calle Suipacha, pasando Bartolomé Mitre, en la acera que mira hacia el río. Gris, como es la fisonomía de Buenos Aires, como es el gesto de esta enorme ciudad cuando llueve o estamos solos. El edificio no había cambiado, pero ya no estaba allí el Hotel Patagonia. Poco importa qué hay ahora. Yo sabía que esto había ocurrido hace varios años, pero nunca me animé a contemplar la ausencia en vivo. En la acera de enfrente me puse a palpar los recuerdos, tocarme hacia adentro los asombros y las dichas. ¡Cuánto tiempo había pasado!, pero en esa zona de Buenos Aires todo estaba igual, salvo la gente que es la medida del tiempo y de los sucesos, salvo la vida que fluía en la sangre y la conciencia de sus nuevos habitantes.
El Hotel Patagonia me había dejado afuera. Pero una iluminada pesadez de recurrente nostalgia me conducía a los vericuetos azules de los sueños.
Por la escalera central de mármoles blancos gastados y barandas de hierro retorcido no subí, porque vi subir a aquellos dos chicos que lo hicieron hace mas de 40 años, cuando viajaron a esa enigmática ciudad a grabar un Larga Duración en uno de los sellos más importantes del mundo, y cumplir un contrato de tres meses en el programa líder de la televisión del momento. En aquella habitación que daba a la calle volví a estar en los ensayos con las guitarras de Bianchi, el sanjuanino Pereyra y Asís, y mis padres jóvenes al pie de la quimera con la ilusión en vilo; mi madre cebando mates provincianos, y mi padre calladito y casi temblando al costado del que quizá fue su sueño primordial. Y escuché el silbido de aquel transeúnte que pasó silbando la zamba "Recordemos", que estos muchachitos habían compuesto meses atrás, y que acababan de grabar "Los Cantores de Quilla Huasi". Era imposible sentir el aroma de la sopa de fideos servida en platos de metal porque en los alrededores no había ningún restaurante, pero yo la sentí; ¿quién me lo iba a impedir ahora, si lo transporto en la mochila de la memoria para siempre, junto a la imagen de uno de los dueños del hotel, un español flaquito que todo lo hacía fácil con su cordialidad.
Miré para todos lados, porque me pareció que alguien desde la acera de enfrente me pedía un autógrafo, al reconocernos el día siguiente de la primera actuación televisiva. Y me pareció ver la pinta incomparable de Oscar Valle, el líder de los Quilla Huasi, que venía a dar una miradita a aquellos chicos que había recomendado a Canal 9.
Mi padre dejó la calle de la vida hace muchos años, joven e ilusionado. Mi madre, cuando escucha alguna canción de sus hijos, mira hoy las cosas desde su vejez con un brillo extraño, desde un escenario que sólo a ella le incumbe. Todo está en nosotros. De ese trasluz de ilusiones, recuerdos y utopías somos. Por eso el Hotel Patagonia compone nuestro corazón, y está ahí, intacto y lleno de todo cuanto nos dio y le dimos, en la acera de calle Suipacha, pasando Bartolomé Mitre, la que mira hacia río.