Sarmiento. Retornas una y otra vez a nosotros, para salvarnos del naufragio y llevarnos a puerto seguro. Tu voz, poderosa, clara, evidente, hiere luminosamente esta cotidiana maraña de palabreríos, que confunden al que escucha. Penetra la oscuridad de una selva preñada de términos equívocos, y nos dan el aire que necesitamos para sobrevivir. Una y otra vez, al observar el bastardeo constante de la palabra, se patentiza la urgente necesidad de priorizar la educación, como último bastión de la reconciliación con quienes debemos, y nos merecemos ser. Un retorno a los libros, al rescate de la palabra, a la búsqueda del conocimiento. A recuperar la huella perdida. A honrar, y no tirar al tacho de la basura, el esfuerzo de quien sublima el mérito, no por el mérito en sí mismo, sino como consecuencia lógica de su afán por ser mejor. Volver a las fuentes de la palabra, a la fuerza irresistible de su autenticidad. Acudir en su rescate, devolverle su valor, pulirla y desprenderla de la pátina que la envuelve. Disuelta entre el marasmo de lo engañoso, la perfidia del mendaz, el narcótico de aquel o aquellos que se ríen de la credulidad del que los escucha. Éste, con la guardia baja, no se percata que le toman el pelo, lo revuelcan en el lodo de la mediocridad, y tuercen su destino hacia donde el audaz manipulador lo empuja. Para su propio beneficio. Este asalto a la sensatez, habrá de saberse que va a resultar difícil de reparar. Es tan grande la épica desatada contra el mérito, devaluando el que quiere aprender, progresar, ser mejor, que uno busca denodadamente un lugar desde donde pueda alertar que le están saqueando el futuro. Un triunfo para quienes hacen un uso amañado de las palabras, sería que nadie se percatara de su maniobra. Que frente a la temeridad de sus acciones, el resto se amilane y no oiga las campanas. La palabra tiene un significado, y quien la pronuncia debe respetar el mismo, que sería equivalente a respetar su interlocutor. "Lo dicho, dicho está", y es como una sentencia que debe producir la indudable sensación de que no es de otra manera. Entonces tiene valor "la palabra dada", como decían nuestros viejos. Dar la palabra, era un seguro emitido por una mano que se estrechaba firme, y no hacía falta agregar nada más. No pasaba por la cabeza del otro, que no se la vayan a cumplir. En algún momento, se desquició esa costumbre, y hoy lo común es no fiarse de lo que te dicen. Debe haber envejecido el hombre, para devaluar tan irresponsablemente el espesor histórico del lenguaje. En menos de 200 años pasamos de sublimar el ejercicio de la palabra, al asalto actual de su valía. Aquí, y también gran parte del mundo, donde otrora supo celebrarse el advenimiento de la denominada cultura occidental. 


Pero existe un solo camino para advertir el retroceso: la educación. Entendida no solamente como el acto de ir a la escuela, sino como la dación por parte del educador, del conocimiento y de la formación en los valores cívicos, que una sociedad requiere para su razonable funcionamiento. Embrollar con los términos, es aún más grave y cínico, en estos días de pandemia donde el hombre fatigado, invadido por el miedo y la incertidumbre, está indefenso y es fácilmente maleable. Por eso, la figura colosal de Sarmiento se agiganta frente a esta tormenta que amenaza con arrasar el uso cabal de la palabra, instrumento indispensable para comunicarse y dar sentido a la vida en comunidad.

Por Orlando Navarro
Periodista