Me impresionó cuando me lo contó un amigo que, como yo, fue jugador del Inca Huasi de aquellos años de la pelota de cuero y las canchas llenas. Había visto él en el cementerio una plaquita humilde que señalaba la sepultura del "Conde'' Vera.


Quienes lo conocimos y tratamos sabemos que fue una persona de bien, correcto, esforzado y humilde como el que más; y su humildad le dolía, tan es así que jamás dio la dirección de su pobre hogar, por protección a su pobreza. Recuerdo que algún curioso alguna vez lo siguió y no pudo confirmar su morada, ya que el Conde, percatándose de que lo perseguía, dio varias vueltas por su barrio, Concepción, entró y salió de diversos lugares y despistó a su persecutor. Hasta que un día alguien, por mera casualidad, lo vio entrar a una puertita baja y modesta, de madera deshilachada, donde confirmó era su casa, pero conservó el secreto por años.


El Conde Vera fue el maestro con mayúsculas de todos quienes nos iniciamos en la adolescencia o en la niñez en la institución del Parque. Sus primeras reglas eran éticas. Con eso lo pinto de cuerpo entero. Fue quien me puso en la primera división y no puedo olvidar sus ojos brillosos cuando debió comunicarme que me habían convocado a la Selección Sanjuanina de mayores.


Saber que alguno de sus jóvenes jugadores haya encontrado una plaquita que señala su sepultura, es remontarme a aquellos tiempos de un San Juan diferente; un Parque de Mayo con otro trazado y portones orgullo de la provincia; una "isla'' donde hoy está el lago, a la que concurrían gente humilde, hombres de carácter y chicas de los arrabales, a bailar al compás de Héctor Varela.


Encontrarte, querido Conde Vera, luego de tantos años, tantos partidos de básquet, de tantas experiencias de vida y tanto San Juan de carnavales con albahaca mojada, es encontrar nuestra adolescencia sentada al pie del níspero del Parque que se secó por olvidos del hombre.


Gracias, Conde Vera, por estar ahí, expectante, en la esquina de una historia que nos enorgullece.