Jesús dijo a sus discípulos: "No son los que me dicen: "Señor, Señor", los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre que está en el cielo. Muchos me dirán en aquel día: "Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu nombre? ¿No expulsamos demonios e hicimos muchos milagros en tu nombre?". Entonces yo les manifestaré: "Jamás los conocí, apártense de mí, ustedes, los que hacen el mal". Así, todo el que escucha las palabras que acabo de decir y las pone en práctica, puede compararse a un hombre sensato que edificó su casa sobre roca. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: pero esta no se derrumbó porque estaba construida sobre roca. Al contrario, el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre arena. Cayeron las lluvias, se precipitaron los torrentes, soplaron los vientos y sacudieron la casa: esta se derrumbó y su ruina fue grande" (Mt 7,21-27).

La invitación de Jesús en este domingo es a valorar la palabra. Que la palabra sea verdadera; esto es, coherente. Es decir que su eficacia consista en que lo dicho sea refrendado por lo hecho. Palabra se diferencia de grito. Éste es violento y busca la imposición. La palabra, en cambio, es una sugerencia, una invitación. Lo decía el apóstol Santiago: "Lo sabéis, hermanos: que cada uno sea diligente para escuchar, tardo para hablar y lento a la ira". Es decir, no abrir la boca antes de haber escuchado con atención, intensidad y participación. Se trata de hablar con ponderación, después de haber reflexionado, y con medida, evitando descender a niveles de polémicas rencorosas y dejarse arrastrar por la animosidad. Como se ve, la amonestación se refiere a la polaridad de la comunicación. En efecto, por una parte se afirma que es preciso saber escuchar al otro. Pero se advierte también que quien habla debe hacerlo después de haber reflexionado, sin precipitarse. Añadiría también, en este sentido, que es preciso estar atentos para evitar someter a dura prueba la paciencia de quien escucha.

En suma, para hablar hay que saber escuchar, ser capaz de reflexionar y, naturalmente, tener algo que decir. Por su parte, el Libro del Eclesiástico aconseja. "Sé pronto para escuchar, y tardo en responder" (5,11). Hablar es un arte, además de ser una de las características propias de la persona humana, y debiera hacerse con dulzura y con sosiego. La cólera tiende a apabullar al otro, a sofocarlo. Lo anula, lo elimina, y lo excluye. La agresividad incontrolada impide la comunicación precisamente porque destruye, ya desde el principio, la relación con el interlocutor. En cualquier caso, hay que evitar la suspicacia, caracterizada a menudo por un exceso de amor propio y susceptibilidad. Sólo con la ausencia de la cólera, y positivamente con un lenguaje marcado por la mansedumbre, se puede afirmar que nuestro hablar es "justo" ante Dios. La verdadera oración se caracteriza por la sobriedad y la justa medida. Por algo dice Jesús hoy: "No son los que me dicen: "Señor, Señor", los que entrarán en el Reino de los Cielos". En ciertas ocasiones observamos que hay un exceso, una demasía en algunas oraciones que se escuchan. Es algo que contradice el estilo de plegaria recomendada por Jesús. La belleza no queda comprometida tanto por la pobreza y la sencillez, cuanto por la redundancia y la exageración. La obra fundamental del Oriente cristiano se titula, significativamente: "Filocalía de los Padres Nípticos". Nípticos significa, literalmente, sobrios, vigilantes. La sobriedad, por tanto, debería constituir una característica irrenunciable de la oración cristiana. Sobriedad, como expresión de amor a la belleza. Sobriedad, como esencialidad, rigor, sentido de la medida, discreción. Me atrevería a decir también: pudor. No habría que confundir nunca la familiaridad con la intromisión, la espontaneidad con la petulancia, la audacia con la arrogancia.

El pasaje evangélico de este domingo figura entre los sugeridos para su lectura en las celebraciones de bodas. Por consiguiente, conviene leerlo en función de la formación del propio hogar, iglesia doméstica. Todos estamos expuestos a encontrar dificultades en el camino: lluvias, tormentas, inundaciones. La fidelidad al Señor y a su palabra no garantiza la ausencia de problemas, de crisis, de conflictos, incluso graves. La palabra asegura, eso sí, la capacidad de resistir, de emerger airosos de las pruebas, y de sacar provecho de la situación que para otros significa el final. Las dos casas de la comparación son idénticas en su estructura sobre la superficie. La diferencia está en lo profundo. Un emperador chino, interrogado sobre qué era lo más urgente para mejorar el mundo, respondió sin dudar: "¡reformar las palabras!". Quizá, esta sea la reforma que debiéramos encarar para que las relaciones con nuestros próximos y con Dios fueran más auténticas y fecundas.