Pasé dos veces por la casa de artículos usados. La segunda, decidido. Cuando me dijeron el precio, no me pareció algo inaccesible a mis magros ingresos de aquellos días, y la compré. La cargué en aquel DKW Auto Unión, motor dos tiempos, que tenía mi padre, y la llevé como un precioso tesoro a mi incipiente estudio. Lucía aún lustrosa la pesada Remington, toda de hierro y cinta de dos colores, la que fue a parar a un pequeño mueblecito que me habían facilitado en el estudio donde recalé mis primeros pasos en el Derecho.

Días aquellos cuando la furia irracional de los eternos conspiradores ya se había llevado por delante -dictadura mediante- a quien quizá fue uno de los mejores presidentes que tuvo este siempre convulsionado país. Días de la Coca Sarli y el cine argentino ‘audaz”; de la televisión blanco y negro, con el humor-ternura de Pepe Biondi y la frescura del Club del Clan; de los tangos recios de Julio Sosa y su muerte prematura que dejó al tango en llantos. Noches de aquel San Juan con vida nocturna, cines, retretas, restaurantes, peñas y diversos lugares de show; de sus carnavales aromados y su cultura popular en comparsas y murgas que encarnaban los más humildes, con la dignidad en pulso. País rumbo a los agitados años setenta, donde la lógica de la violencia confundiría ideales con armas y la respuesta atroz arrasaría con juventudes y sueños mediante la cobardía de la desaparición.

Todo eso pasó, de uno u otro modo, por nuestras venas y nuestras perplejidades juveniles, por nuestra formación golpe a golpe, caída tras caída, pero siempre con la utopía y la dulce ilusión en la frente; de lo contrario no hubiéramos podido vivir ni soñar. Hemos sido frutos de los desencuentros y la intolerancia, de la politiquería y la indomable dignidad de muchos otros. Todo de algún modo fue escrito, bajo la forma de alegato o literatura, tras el repiqueteo de antiguas lluvias de la vieja Remington de hierro y cinta de dos colores. Callosidades en los dedos (por el tecleo y la guitarra) me hicieron sentir el sabor fundamental de estar vivo, no obstante todo. Y muchísimas veces felices, a pesar de todo.

Hace unos días recuperé de entre mis nostalgias la vieja máquina. La pinté de dorado, y acá está junto a los nuevos argumentos de la historia y el progreso, airosa de sobrevivir tormentas y olvidos. No quiero asegurarlo, pero me parece que algunas noches, cuando he cerrado la puerta del estudio, tras mis pasos, unos repiques breves a modo de coro de grillos roncos, se adueñan de la soledad y el silencio y comienzan, con verificable dignidad, a reconstruirnos la historia.