En aquel tiempo: Junto con Jesús iba un gran gentío, y él, dándose vuelta, les dijo: "Cualquiera que venga a mí y no me ame más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo. ¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, para ver si tiene con qué terminarla? No sea que una vez puestos los cimientos, no pueda acabar y todos los que lo vean se rían de él, diciendo: "Este comenzó a edificar y no pudo terminar'' ¿Y qué rey, cuando sale en campaña contra otro, no se sienta antes a considerar si con diez mil hombres puede enfrentar al que viene contra él con veinte mil? Por el contrario, mientras el otro rey está todavía lejos, envía una embajada para negociar la paz. De la misma manera, cualquiera de vosotros que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo'' (Lc 14,25-33).


Cada evangelista: Mateo, Lucas, Marcos, Juan, se toma cierta libertad para elaborar las palabras de Jesús, adaptándolas a los destinatarios de sus respectivos evangelios, de modo que respondan más adecuadamente a las intenciones del Señor. El pasaje que leemos hoy viene a continuación de la famosa parábola, que también trae Mateo, en donde el dueño de casa, después de que su invitación a la cena había sido rechazada por todos sus invitados, manda a su sirviente a los caminos y a lo largo de los cercos para que insista a todos los que encuentre a que vayan a llenar su casa. Pero, esta parábola -que Jesús había pronunciado para decir a los judíos que no querían escucharle que su iglesia se llenaría de hombres de todas las naciones- años después, fuera de ese contexto, podía entenderse como si, para seguir a Cristo, no hubiera ninguna condición que llenar. Mateo, entonces, introduce el episodio del invitado que no tenía puesto el vestido de fiesta y es echado; mostrando así que no bastaba estar en la sala de cualquier manera y Lucas, que no habla del vestido de fiesta, en cambio introduce, en este lugar, el texto evangélico de este XXIII domingo del Tiempo ordinario. Ya, desde el inicio, se dice que "iba junto a Él un gran gentío'', es la traducción más precisa del primer versículo. Ir "junto'' a Jesús o "alrededor'' de Jesús, se contrapone al "seguir'' a Jesús, ser sus discípulos, de lo cual habla después. Y para ser más precisos todavía, a los que dan vueltas alrededor de Jesús, Lucas los llama no 'gentío'', como dice nuestra traducción, sino "ojlos'' en griego, que viene de un verbo "ojleo'' que significa mover, agitar, molestar. Se trata, pues, de una turba, de una masa agitada, de una muchedumbre desordenada que gira alrededor del Señor atraída por su fama, pero que no se animan a seguirlo. En el discípulo no hay solamente un asimilar datos, un entender doctrina o teorías. En el discípulo hay un "meterse adentro'', hacerse uno con el maestro. No basta oír, no basta ni siquiera admirar al que enseña. Como decía el filósofo danés Sören Kierkegaard: "un verdadero discípulo se hace o al menos se esfuerza por hacerse lo que el admira; un puro admirador, en cambio, se mantiene personalmente fuera, no descubre o no quiere descubrir que lo admirado contiene en sí una exigencia: la exigencia de ser lo que se admira o de esforzarse por llegar a serlo''. El evangelio de hoy nos interroga sobre la "calidad'' de nuestra profesión de fe y seguimiento a Jesús. ¿Lo seguimos de lejos, o nos comprometernos a ir detrás de él, dejándonos llevar a donde él quiera. 


El seguimiento del discípulo implica "cargar la cruz''. Y la cruz, "tomar la cruz de Jesús y seguirlo'', no significa una serie de actos masoquistas, dolorosos o desdichados que uno tendría que asumir para ser patéticamente cristiano. La cruz es el gran símbolo de la entrega de amor: del que sin guardarse absolutamente nada para sí, ni siquiera su propia vida, como dice Lucas, se regala todo a Dios. En ese sentido Cristo vivió toda su vida crucificado, porque todo su existir fue un perpetuo donarse a Dios y a sus hermanos. La cruz no se identifica con el dolor, aunque tantas veces duela a nuestro yo darnos a Dios y a los demás. Se identifica fundamentalmente con el amor que, en todo caso, se prueba supremamente en el dolor y en la muerte por amor. En realidad, aunque parezca paradójico, aún sus alegrías Cristo las vivió crucificado, no porque no las gozara plenamente, sino porque también ellas las vivía regalándolas en acción de gracias al Padre. Hagamos nuestras las palabras de san Agustín: "Da lo que tienes para que merezcas recibir lo que te falta''.