Estábamos en las inmediaciones del Observatorio El Leoncito, ese anochecer de hermoso verano bajo el cielo más brillante del mundo. Comencé a hacer el fuego para "tirar” unas costillitas y el Dr. Cesco, entonces director del Observatorio y científico prominente a quien esa noche tuvimos el honor de conocer, me sugirió que cortara jarilla para perfumar el asado.

El noble arbusto poblaba las inmediaciones. Esa noche, con el mensaje perfumado de un enero que se alzaba en el aire buscando estrellas que se nos tiraban al pecho, supe que, preferentemente en San Juan, unas hojas pequeñas y multiformes de una maleza con aroma dulzón y ácido habían establecido un ritual agreste que seguramente se originó en la gente humilde.

La jarilla nos une en la simpleza y el espíritu de la tierra, esa Pacha Mama que nuestros antepasados colocaron en el lugar de su Dios. Trepa liturgias de fuego y amistad en la mesa amable y criolla y se pone a nuestro costado, como ángel de la guarda, para consagrarnos la comida más cara a nuestras costumbres.

Esa mañana habíamos tenido una experiencia conmocionante. De improviso, un rugido salvaje y estremecedor comenzó a bajar desde el oeste y se instaló en el enorme canal que pasaba a nuestro frente. En menos de cinco minutos una creciente pasó arrastrando ramas y hasta animales. A la noche, bajo ese cielo incomparable, enorme olla taponada de estrellas al revés, el comentario fue el fenómeno ocurrido.

Hasta que el Dr. Cesco, con su virtud de describir recuerdos y enseñanzas, nos fue conduciendo bellamente hasta sus mundos como un maestro amable y desinteresado que trae el mensaje de la palabra y la amistad para servirnos y para ir acomodando futuros.

La jarilla se hizo diosa de humo y talle frutal transparentado por una túnica de estrellas que caían sobre los fantasmas de la cordillera. Nos acompañó con su abrazo afable, hasta que nuestra ronda en derredor de la parrilla agotada y su figurita grácil fue apagando palabras y suspiros. Entonces, esa noble maleza de fragancia ácida y dulzona se retiró a sus aposentos de tierra animal removida, a esperar que la alborada la encontrara poblando campos y aromando hogares, como un labriego de sueños y suspiros.