En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos es como un hombre que, al salir de viaje, llamó a sus servidores y les confió sus bienes. A uno le dio cinco talentos, a otro dos, y uno solo al tercero, a cada uno según su capacidad; y después partió. Después de un largo tiempo, llegó el señor y arregló las cuentas con sus servidores. El que había recibido los cinco talentos se adelantó y le presentó otros cinco. Llegó luego el que había recibido dos talentos y le dijo: "Señor, me has confiado dos talentos: aquí están los otros dos que he ganado”. Llegó luego el que había recibido un solo talento. "Señor -le dijo-, sé que eres un hombre exigente: cosechas donde no has sembrado y recoges donde no has esparcido. Por eso tuve miedo y fui a enterrar tu talento: ¡aquí tienes lo tuyo!" Pero el señor le respondió: Echad afuera a las tinieblas, a este servidor inútil: allí habrá llanto y rechinar de dientes"» (Mt 25,14-30).

 

Cuando en el año 390 antes de Jesucristo los galos invadieron Italia y saquearon Roma, lo único que no pudieron tomar fue el Capitolio que, al mismo tiempo que era la fortaleza de Roma, cobijaba los templos de sus tres divinidades principales, Júpiter, Juno y Minerva. El Capitolio -hoy el Campidoglio - se salvó, defendido valerosamente por Manlio Capitolino, que había sido alertado de noche mientras los galos intentaban un ataque por sorpresa por los graznidos de las ocas sagradas del templo de Juno. Desde entonces los romanos añadieron al nombre de su diosa Juno el título de Moneta , Juno Moneta; del verbo latino “monere” que significa “advertir”. Juno Moneta, la diosa que advierte, Juno la avisadora. Se cuenta que, más tarde, cuando la guerra contra Pirro, los romanos, temiendo que les faltase dinero, habían pedido consejo a Juno. Esta les respondió que nunca carecerían de él si regulaban sus guerras de conformidad con la justicia. En agradecimiento por este consejo, se decidió que la acuñación de la moneda se haría bajo los auspicios de la diosa y dentro de su templo. En realidad de “moneta”, Juno Moneta, es de donde derivan nuestro vocablo “moneda” y monetario. Pero claro que, antes de que existiera la moneda, los intercambios comerciales de los hombres se habían realizado con otros medios. Al comienzo, el mero trueque. Así se mueven aún algunas culturas primitivas. En cambio, en los grandes latifundios de Egipto, Mesopotamia, Asia menor o Europa, durante el neolítico, para establecer el monto de las riquezas o los valores, una medida común fueron las cabezas de ganado menor: ovejas o cabras. En latín a este ganado se lo llama “pecus”, de allí derivan nuestro término “pecuniario”. Estas medidas estaban sin embargo sujetas a los avatares del tiempo, eran perecederas: fieras, pestes y sequías las insidiaban por igual. No eran medidas confiables. Por eso ya en las civilizaciones egipcia y sumeria de la edad del bronce se intentó justipreciar lo que quería adquirirse o venderse mediante objetos valiosos no corruptibles, como piedras o metales preciosos.

 

De hecho y aún cuando la aparición del papel moneda, éste siempre hacía referencia a una determinada cantidad de metal guardada en los tesoros públicos y contra los cuales se libraba el billete. Es reciente que el dinero hoy tenga como respaldo las economías nacionales y no los depósitos en metálico. El asunto es que, en época de Jesús, coexistían unas cuantas monedas, ya que como el metal no era perecedero, no desaparecían fácilmente de la circulación. De tal modo que todavía se usaban monedas persas, helénicas, judías y romanas. Pero las más usuales eran el “denario” romano que vendría a valer un sueldo diario, un jornal, y estaba dividido en diez partes llamadas “ases”. De diez, en latín, “decem”, y cada diez: “deni”, viene denario. Y de denario proviene nuestro nombre “dinero”. El “talento”, en cambio, no era una moneda sino el nombre que se daba a una determinada cantidad de ella: algo así como decir “un palo verde”. Y derivaba del griego “talanto”, balanza; de allí, peso, inclinación. Por eso de esta raíz viene no solo talento, sino “talante”, la inclinación, el carácter de una persona. El talento era una suma fabulosa: algo así como 20.000 denarios o 35 kilos de oro. Cifras que podían manejar solo las arcas públicas. Y nuestra unidad monetaria el “peso” tiene esa misma etimología, aunque latina: de ponderar, pensar, juzgar o pesar. Sea lo que fuere de estas etimologías, se ve que, a pesar de toda su divinidad, bien humano era Jesús ya que no vaciló en recurrir a ejemplos pecuniarios para transmitirnos su mensaje. Gracias al evangelio, la palabra talento ha adquirido mejor prosapia que su origen, y más que nominar nuestra cuenta bancaria, indica la cantidad y peculiaridad de los dones con los cuales Dios nos provee abundantemente a todos los que como seres humanos nacemos a este mundo. Dones que hemos de agradecer y que sin duda se nos han dado para que disfrutemos de ellos. Pero claro que no solamente para eso. Porque resulta que estos dones no son puro dinero para gastar, sino sobre todo plata para invertir. Y es verdad que suelen ser las grandes riquezas las que más arriesgan y el que tiene poco más bien tiende a conservarlo. Lo cual también vale para las empresas del espíritu: los ánimos magnánimos, nobles e inteligentes, son los que descuellan y ganan las carreras de la vida por varias cabezas. Es propio de la grandeza y de la esplendidez generosa buscar la aventura, el riesgo, la ampliación de los bienes. No serán los que se quedan en la seguridad del llano quienes mueren en la alta montaña, pero tampoco los que llegan a las cimas. No son los espíritus pacatos quienes cometerán grandes pecados; pero tampoco quienes se hacen santos. Es obvio que Jesús ve la vida, toda la vida, y junto con la vida los regalos de las circunstancias y de la gracia, no como algo que debamos usufructuar instalados y satisfechos en lo nuestro, sino como algo a ser arriesgado, invertido, regalado, puesto en servicio. Pero no digas para tu consuelo que Dios te ha dado pocos talentos y que por lo tanto poco habrás de rendir cuentas el día que te enfrentes a tu dueño. No podemos tener baja autoestima, porque Dios a nadie le dio todo, pero a todos nos dio algo.  Ese “algo” es el talento que hay que usufructuar.  Aunque algunos por envidia quieran anular esos talentos, no hay que permitirlo jamás.  Tal vez te toque sufrir por resistir, pero nunca te deberás rendir y Dios premiará tu esfuerzo.  Como decía el emperador Napoleón, “la envidia es una declaración de inferioridad”.  El amor mira a través de un telescopio, mientras que la envidia lo hace a través de un microscopio.