Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea. Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: "¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!" Al verlos, Jesús les dijo: "Vayan a presentarse a los sacerdotes". Y en el camino quedaron purificados. Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano. Jesús le dijo entonces: "¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?" Y agregó: "Levántate y vete, tu fe te ha salvado" (Lc 17,11-19).


El texto litúrgico de este domingo no comienza como de costumbre: "en aquel tiempo", pero respeta la fórmula usada por el tercer evangelista para abrir este relato: "a lo largo del camino de Jerusalén". Para Lucas el discípulo es una persona que se pone en viaje; no sólo ni sin meta. Siempre está en camino con Jesús hacia la plenitud del encuentro. La ciudad donde sucede el milagro no se indica de modo específico, pero la premisa geográfica señalada da a entender que se trata de la región de Samaría; es decir, una región con población que los judíos consideraban híbrida y bastarda. En este contexto, Lucas relata el encuentro con diez leprosos, confirmando de este modo su simpatía con los excluidos. En la antigüedad la lepra era considerada gravemente contagiosa y por eso la higiene social requería el aislamiento absoluto para la persona enferma. En Israel, la situación era aún peor, porque se creía que el leproso vivía esta enfermedad como castigo divino, y por lo tanto, ritualmente impuro y excluido del culto. Para ellos no había compasión posible, porque todo el mundo se sentía eximido de ayudarlos ya que el mismo Dios los castigaba por sus faltas. 


El asunto es que en esos tiempos en donde pecado, impureza y enfermedad se veían asociados sin mucha distinción, el único capaz de hacer algo por el leproso era el sacerdote. Pero no en orden a la curación, ya que la lepra se consideraba intratable, sino solo en orden a la constatación de su curación, de producirse esta eventualmente y, por lo tanto, para obtener el permiso de volver a reintegrarse, desde su espantoso ostracismo, a la sociedad. El ritual previsto era bastante complicado, y su misma descripción, en el libro del Levítico, nos habla de su antigüedad preisraelita. Debía realizarse fuera de los límites de la ciudad donde primero el sacerdote verificaba la salud del afectado. Luego había que sacrificar uno de dos pájaros que se ofrendaban, mezclar su sangre con el agua de una fuente, mojar en ella ramas de roble y de hisopo, con eso ungir al ex enfermo y luego liberar a otro pájaro. Vaya a saber qué origen mágico tenía semejante rito. No se sabe si juntos o cada uno por separado, todos, por de pronto, se sienten y perciben curados. Sólo el samaritano asocia su curación al gesto del maestro. Es un extranjero: en griego "allogens", es decir, de otra raza. Vuelve y se arroja a los pies de Jesús: cayó su rostro adorándolo, en una actitud eucarística. En griego aparece el participio "eucharistôn" empleado aquí para expresar el gesto grato de quien ha sido curado. No se había arrojado antes para pedir, pero se arroja ahora para agradecer. El agradecimiento inicia una nueva y más alta etapa. La gratitud es la memoria del corazón. No es simplemente el gesto de buena educación que me garantiza que, la próxima vez que necesite al que me ha hecho el favor, contaré todavía con su benevolencia. Es el gesto del que sabe que aquello en que lo han ayudado y cuando lo necesitó en realidad no puede pagarse. Dios solo puede regalarse a aquel que a Él se regale. El samaritano no ha ido solamente al santuario milagrero, no ha visto en Jesús un sanador, un hombre poderoso, o un justiciero social. Ha descubierto a Dios en Jesús. Eso es lo que le hace arrojarse a sus pies y lo que merece de Cristo que le diga: "Levántate, ve, tu fe te ha salvado". Los demás han sido curados sólo en su piel, en lo externo. Es lo que puede hacer el médico, el psicólogo, las religiones orientales, el yoga, el budismo: ¡se han sentido bien! Al samaritano agradecido, en cambio, Jesús lo cura por dentro. La palabra "levántate" que emplea Cristo es la misma que utiliza Lucas para hablar del levantarse de la resurrección. El samaritano ha podido acceder a la vida divina, a lo sobrenatural. "Tu fe te ha salvado": de la curación corporal y del beneficio temporal. En la acción de gracias ha pasado a la salvación, que es verdadera vida.

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández