Extraigo del cajón de la mesita de luz la billetera que no uso desde hace años y, sin quererlo, resbalan diversas credenciales en desuso con todos sus recuerdos adentro. Una garúa azulina se descuelga de mi centro y arrastra en su derrumbadero momentos de una vida grabados a fuego y terneza.

La credencial de la Sociedad de Autores y Compositores me hace subir esa mañana soleada de octubre por la ancha escalera de mármol, junto a Hugo, para rendir el examen como creadores de música. Un trío de consagrados maestros nos espera sentado en una ancha mesa donde se percibe la bonomía de quienes son verdaderamente grandes. El más anciano nos felicita y tiende su mano repleta de vida a nuestro manantial de apenas 16 y 17 años.

 

“En la libretita de direcciones leo: “Inda Ledesma, Sargento Cabral 876, Barrio de Retiro…”

Alzo al carnet de abogado, una fotografía donde me cuesta reconocerme, porque aquel jovencito que llevo en el corazón y mira casi asustado desde la foto me parece algún retazo de mí extraviado en el tiempo.

En la mesa, como baraja de sueños desplegados, aparece una libretita de direcciones, en la cual se espejan itinerarios y gente que quizá ya no son de acá y flotan en la infinitud del amor o el olvido. Un borde del archivo miniatura se posa sobre el carnet de mi padre como socio de Independiente de Trinidad. Carita de casi adolescente. Su porte grácil lo veo subido a la bicicleta estropeada con la cual iba a la cancha en su rol de presidente. 

Desde su enorme postura de excelsa actriz, ella se para en el centro del tablado porteño y convoca a algún espectador que escriba poemas. Subo mis veintitantos años al proscenio y me dedica una poesía de Walt Whitman para jóvenes, que expresa magistralmente. Le cuento que acabo de publicar mi primer libro de pomas y me pide que se lo haga llegar. 

En la libretita de direcciones leo: “Inda Ledesma, Sargento Cabral 876, Barrio de Retiro”. Toco el timbre y, como ella no está, su hija me recibe el libro donde desangré en rimas mi juventud. Luego, la gran Inda, humilde y cálida, me agradecería por teléfono, como cuadra a una grande. Fue una de las más brillantes actrices argentinas.

Entramos al cine Tropicana. El firmamento como cielorraso desploma sobre gente que era otra gente un verano de aquel San Juan que era otro San Juan. Un tecnicolor afiche de Kirk Douglas y Tony Curtis en sendos trapecios, promociona el film de ese nombre. Salimos entre gente que pronuncia el amor aquel verano de otros años y enfila para la retreta de la plaza Veinticinco, donde un enero de mis padres sembraba otros sueños y otro rumor buscaba amores por acequias de pocos años. Julio Sosa, desde un combinado de una confitería, canta: “He llegado hasta tu casa. Yo no sé cómo he podido. Si me han dicho que no estás, que ya nunca volverás, si me han dicho que te has ido…”. Una chica estira su pollerita; trata de que la mini no sea tan mini, pero es inútil. Un muchacho con pantalón pata de elefante la sigue. Todo es fácil en la memoria emocional. Desde ella todo ha sido para bien. Jamás habrá olvido. Es mejor así.