Jesús dijo a sus discípulos: "Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo! Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente! ¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra" (Lc 12,49-53).


Desde muy antiguo los hombres han visto en el fuego una imagen de la divinidad. Debe ser porque el fuego nos atrae con fascinación, a la vez que nos inspira un saludable temor que nos mantiene a distancia. Así nos suele pasar con Dios. El fuego es un elemento de purificación, y está asociado al misterio de la vida, ya que el ser viviente se distingue del frío cadáver precisamente por su calor. Son tantas las sugerencias del fuego como símbolo de la divinidad, que no ha de sorprendernos saber que algunos pueblos primitivos llegaron a adorar al fuego mismo. Los judíos se vieron libres de esa idolatría, gracias a la revelación bíblica. Ellos tomaban el fuego como un símbolo del Dios inefable, a quien no se podía ver y seguir viviendo. 


Con estos antecedentes es más fácil comprender el alcance de las palabras de Jesús con que se abre el evangelio de este domingo: "Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, y cómo desearía que ya estuviera ardiendo". Estas palabras son toda una revelación acerca de su propia naturaleza y de su misión salvadora. Nos está diciendo que en su persona se hace presente aquel que pactó con Abraham y con Moisés, el anunciado por los profetas, el "fuego devorador". Nos viene a decir que viene a inaugurar una nueva etapa, purificada y llena de ternura, entre Dios y el hombre. Jesús es plenamente consciente del precio que debe pagar por ser portador del fuego divino. Tendrá que iluminar y transmitir calor desde la cruz que se avecina. A pesar de todo, la visión de la cruz, llena de angustia al Señor. Si más tarde la abraza, no será por amor al dolor, sino por amor al Padre y a nosotros. Por eso Jesús quiere hombres comprometidos y que sepan transmitir el ardor del entusiasmo en la cotidiana vida cristiana. El día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles bajo la forma de fuego, y los hizo decididos e intrépidos. Los sacó de la tibieza, expresión de titubeo, y de indecisión.


El corazón que tiene miedo de romperse nunca aprenderá a latir. El sueño que teme despertar nunca logrará fascinar. Jamás elegirán a quien sea incapaz de entregarse. La persona que teme morir nunca aprenderá a vivir. La verdadera medida de la vida no es su duración, sino su donación. Tal vez nos cause perplejidad la afirmación de Jesús: "No he venido a traer la paz sino la división". La unidad que debemos buscar, y la que Jesús pidió al Padre para sus discípulos, no es la de "la paz a cualquier precio". El Señor quiere apóstoles decididos y no cristianos de nombre pero que no viven comprometidos. Es que la verdadera medida de la vida no es su duración, sino su donación.


El 10 de octubre de 1982, en la plaza de San Pedro, en Roma, Juan Pablo II canonizaba a un compatriota suyo, Maximiliano María Kolbe (1894-1941). Llegaron a Cracovia terribles noticias confidenciales acerca de lo que sucede en el campo de concentración de Oswiecim, llamado "Auschwitz" por los alemanes. Los sicarios de la Gestapo cazaron al padre Kolbe. Lo tatuaron con el número 16.670 y le asignaron un sitio en bloque 17 destinado a trabajos forzados: sufrió como sus compañeros humillaciones, golpes, insultos, mordiscos de los perros, chorros de agua helada cuando estaba devorado por la fiebre, sed y hambre, idas y venidas arrastrando cadáveres desde las celdas al horno crematorio. Auschwitz era la antesala del infierno. Kolbe fue colocado unas semanas en el bloque 12, de los inválidos, para "reponerse". Ante un jefe que condena a morir a un padre de familia de varios hijos, Kolbe decide pasar a su lugar y ser destinado a la muerte para que este hombre quede libre y pueda volver a su hogar. El comandante necesitaba la celda para un nuevo lote de condenados, y mandó al médico del campo que con una inyección de ácido fénico apagara su último pulso de la vida. El amor lleva a que uno se ponga siempre en el lugar del otro, aportando luz y calor en medio del odio o del dolor. Esto es revolucionar al mundo sin armas.

Por el Pbro. Dr. José Manuel Fernández