Juan Pablo II en el número 38 de la encíclica Preocupación por las Realidades Sociales o Sollicitudo Rei Sociales, da el concepto de estructuras de pecado. Podríamos llamarlas estructuras que perjudican a cientos de miles de personas. Son faltas sociales a diferencia de las personales que todos cometemos. Verdaderos sistemas donde se ha naturalizado la impunidad de actos que perjudican generalmente a personas más débiles, en forma evidente o solapada. El Papa Wojtyla no se queda en el problema. A estos sistemas se los debe neutralizar con una solidaridad auténtica. Y la define en el número antes citado como la determinación firme y perseverante por la cual todos somos responsables de todos. No es un sentimiento superficial. Es una decisión que incluso puede poner en riesgo la vida de quienes se disponen a transformar dichas estructuras desde una actitud pacífica y sin resentimiento.


El Papa polaco habla de conversión permanente del corazón de las personas, tanto de victimarios como de las víctimas. La justicia debe actuar con firmeza y los perjudicados tienen que perdonar. Esta última es la tarea más difícil.


Recordemos brevemente dos ejemplos: Primer caso. Un atropello evidente. En el siglo XVI muchos sacerdotes fueron enviados a misionar en la cuenca del Río de la Plata. Los guaraníes tenían como característica la sencillez, humildad, el amor a la libertad, la hospitalidad, solidaridad, el apego a la familia y el sentido de la contemplación entre otros valores que la memoria indígena de América ha conservado hasta nuestros días y constituyen una aportación al alma latinoamericana. Muy diferentes a sus vecinos, los querandíes y guaicurúes. Estos eran cazadores nómades.


Para no hacer generalizaciones injustas analizaremos un caso particular. El primer provincial de la orden Jesuita en esa región fue don Diego de Torres. Sacerdote y médico de la Universidad de Salamanca, de convicciones cristianas que se pusieron en práctica, sin negociarlas por duras que fueran las circunstancias. Advirtió la explotación de los nativos americanos y pidió que la corona enviara un oidor.


España nombró a don Francisco de Alfaro. Durante un año constató lo denunciado por de Torres. Surgieron entonces las ordenanzas de Alfaro que limitaban el servicio personal de los aborígenes entre otras cosas. Esto cayó mal en los hombres de negocios y suspendieron su ayuda a las misiones. Diego de Torres no cedió a las presiones. Buscó benefactores y pronto los encontró. Muchos perdieron la vida en la misión. Es el caso recién mencionado hoy San Roque González, asesinado en una revuelta, a quien Magnus Mörner, investigador de la Universidad de Estocolmo y principal fuente del presente artículo, describe como un hombre paciente y de gran espiritualidad.

Se pusieron en el lugar de los que sufrían. Sin enfrentar. Se defendieron cuando fue necesario. Misionaron en la lengua tupi-guaraní, cosa que disgustó a la corona. Su organización provocó el incremento del apoyo económico desde la corona de España. Cuando la tarea estaba bien avanzada y la zona cambió su fisonomía, el tratado de Tordecillas fijó nuevos límites entre Portugal y España. Como consecuencia se debían eliminar 6 reducciones. Los guaraníes se resistieron. Finalmente a los jesuitas se los acusó de ser agitadores del motín de Esquilache en Madrid. En la primavera de 1767 fueron embarcados de regreso a España. En la segunda parte veremos otro caso de solidaridad más reciente ante una estructura imperceptible al ciudadano común.


 Por Alberto Darío Escales , CPN y docente de Doctrina Social de la Iglesia.