A la querida familia General... abra su ventana, Don Sixto. Sé que no me esperaba, pero era hora de que, de algún modo, me uniera al grupo de los que lo tienen acostumbrado a despertarlo con una tonada. No es necesario que usted me haga el asadito que siempre aguarda en su heladera humilde para agasajar a sus amigos. Es suficiente con que me dé un abrazo de esos fuertes con los que usted transmite cariño y hombría, respetable señor.

"Abra su ventana, Don Sixto. Sé que no me esperaba, pero era hora de... despertarlo con una tonada...".


Su figura imponente y su rostro de auténtico criollo ha de aparecer en la puerta de esa casita de la calle Las Heras, que usted ha diseñado con sus manos de quebracho; aquella a pocos metros del club Pacífico, valuarte de bochófilos y familias humildes de Villa del Carril, en zona donde se erigía la bodegas Seipel y el ferrocarril hoy derogado por la ignominia respaldaba esos territorios donde hubo guapos que provocaban en las esquinas de Valdivia y muchachas que soñaban con el amor encaramado al espíritu carnavalero de lanza perfumes y piropos disimulados en el estilete azul de pomos de goma. 


Sé que pasó por allí, entre tantos otros, el querido "Viejo" Alfredo Sisterna, el del gran dúo caucetero Sisterna-Peralta, con sus valsecitos del tiempo de Gardel y las canciones del "Víbora" Salinas, ese sanjuanino que le enseñó la tonada al Zorzal Criollo. 


Ya lo veo, Don Sixto. La puerta se ha quejado de puro mañosa, no más, que de los años que carga en sus hombros, y usted se para frontal a la noche de octubre con un vasito de un patero que sólo Dios sabe cómo lo hizo otro criollo como usted, para que tenga tanto duende adentro, tanto dulzor disimulado en los efluvios de una cosecha que este año volvió a parir zorzales. 


Nunca le avisé que haría esto, porque no soy de dar serenatas (un defecto, creo). Por eso la sorpresa trepada a sus ojos cansados en un cuerpo de noventa y su sonrisa agradecida. 


El cogollo ya culmina la noble obra de servir al otro con una canción. Me estira usted el vasito de patero que primero le paso al amigo que vino a acompañarme con su guitarra y su amistad. Cuando el generoso licor se entrega al alma, siento que se me mezclan su bonhomía, su dejo de agradecimiento en el rostro y un revoleo de pájaros que crece desde los viñedos de El Globo, aquellos de mi niñez en el Barrio Rivadavia, cuando la calle angostita moría en las viñas y la casa era una posta junto al callejón.


Usted se fue hace unos años, don Sixto, pero las serenatas siguen enredadas a los sauces, atraviesan el vecindario, merodeando esquinas donde ya no resuena un tranquito sereno todas las mañanitas de este San Juan que ha perdido un personaje.