
Ir a la Feria era casi una aventura. El problema era volver con esa bolsa de arpillera repleta de verdura a buen precio que cargaban con sacrificio mis brazos de purrete, mientras que mi abuelo manejaba la suya como seguramente manejaría la pala de sus años mozos de foguista del viejo tren que hacía la travesía San Juan Cañada Honda.
Me siento pateando el arranque testarudo de la rústica motoneta ISO y volviendo con mi abuelo y las dos bolsas donde las berenjenas hinchaban pecho y los choclos asomaban sus flecos verdes y hebras rubias. Mi abuelo demostraba su fortaleza física y espiritual hasta en las cosas más simples. Siempre lo vi como un antiguo árbol de brazos tenaces y corazón de pájaro. Tenía el don del dulce patriarcado y la sonrisa capaz de amparar una familia.
Tiempos del Turismo de Carretera de los Gálvez y nuestro Ampakama y de la Fórmula 1 de los insignes Fangio y Florián González. Y cuando en el cuartito creador de las herramientas, que el Lelo tenía al fondo de su casa, construíamos los símil de esos bólidos abriendo una lata de durazno que clavábamos a una madera, construíamos las ruedas con rodajas de palo de escoba y conducíamos el autito con un largo alambre de acero, por pistas de suelo arcilloso y atardeceres sin lluvia. Épocas de aquel San Juan extraño debatiéndose entre heridas pertinaces de un terremoto que no cicatrizaba a varios años de ocurrido y de ilusiones de una juventud con quimeras que se arremolinaba en la esquina de Tucumán y Rivadavia, la del Salón Pons, donde en noches de viernes de modesta aventuras se fue armando una de las peñas más hermosas que conoció esta provincia. La adolescencia estaba más apegada a su cultura y sus tradiciones.
En qué atardecer se enredan con la añoranza las faldas de fiesta de mi madre y mis tías, bajando al atardecer por Mitre hasta la plaza Veinticinco en busca de las retretas. Es inconfundible tu voz, querido maestro Oscar Donaire, encendiendo la fantasía con radioteatros de epopeyas. Hoy es domingo y un nidal de voces infantiles agasaja tu calidez, Alberto Vallejos, titiritero frutal de la Pandilla del tío Melchor. Gracias por sus palabras justas y su rectitud y profesionalismo para honrar el deporte, Señor (con mayúsculas), Jorge Germán Ruiz.
Lelo: retomo el refugio de tu tallercito de calle Santa Fe, pretexto o vínculo azulino para acordarme de lo que amo. Sujeto mis lágrimas en la rústica morsa que era capaz de contener todos nuestros sueños de esperanzados artesanos. Atornillo el cielo frente a tu casita humilde donde un árbol que plantaste se negaba a crecer y aún hoy se ve su ausencia. Descuelgo del vasto patio del pecho las dos bolsas de arpillera en luz y me las atornillo a la fantasía. Ya todo te ha justificado en luces inapagables, Lelo. ¡Que vuele rasante por Santa Fe al 500 el colibrí multicolor de tu almita apacible!
