Ella borda con rositas rococó un pañuelo y de cuando en cuando lo mira como custodiando sus silencios. A pesar del murmullo generalizado, de los golpeteos de la pelota que va y viene en el fondo de la casa, de la risa estallada, de la televisión a full, de las diez o doce personas que cotidianamente ocupan casa, y que hoy suman más de cuarenta este cumpleaños, él está manso, se lo ve feliz. El timbre ha sonado no menos de diez veces, y eso es una noticia acariciante. Ha llegado el último hijo que esperaba. Viene de lejos, no pudo faltar. Trae un cortejo de abrazos y nietos. Están todos. Él sabe que cuando la gente se retire, casi nada cambiará, porque quedará en la casa una multitud de murmullos andantes que la ocupan habitualmente, una pajarera donde todos están realizándose, luchando, acariciando la vida en aleteos y cantos.
Hay días en que todo esto lo agobia. Por eso sale a tomar un poco de aire. Pasa un perro callejero que se detiene y lo mira como si lo conociera de años. El animal Intenta seducirlo, pero se da cuenta que él está en otra cosa. Vuelve a entrar. La casa-pajarera está vacía. Hace unos años, todos se fueron marchando paulatinamente a atender sus vidas, y se preocupan porque él vive solo. Sabe que no es éste el mejor estado, pero no lo vive como malo, lo disfruta recostado en la nostalgia apretada en sonidos que otros no oyen, pero que él atesora y revive en su original magnitud. La soledad no es buena, le dicen. Una vecina le sugiere recomenzar la vida. Él no sabe si es un consejo o un lance.
Cuando el charol de las primeras estrellas excita grillos de estío y no hay en la calle un sonido que lo invite, entra, mira su castillo en derredor, enciende la tele y con el susurro del recuerdo invita a todos a rodearlo de susurros, a merodear por la casa, a establecer presencias, a estar junto a él. Y es todo fácil. Las sombras quedan afuera. Se enciende el sol en la enorme sala y con su ardor entran y sale varias veces los días felices. Nuevamente la pelota retumba en el fondo y todo se llena de murmullos. Suena el timbre familiar y ellos entran. La decena de voces que han hecho nido en la sala toma cuerpo de pájaro. Ayer se fue uno más, pero llegó nuevo nieto. La vida es un carrusel permanentemente renovable. A veces, la sortija del viento enhebra otoños, otras veces noches de gala, y todo debe ser bienvenido en el regalo que la vida significa. El silencio de nuevo. Sombras que se estiran en el patio y grillos de ausencias que con ellas danzan viejos tangos o valsecitos dulces. El gato se tira a su falta de mimbre ajado. Él lo acaricia porque eso es lo que a los dos les gusta. La soledad no es buena, recuerda. La soledad es otra cosa, se repite hasta el cansancio para convencerse, porque ayer había tomado la determinación de cargar en una maleta de nostalgias, meter en ese recinto su vida e irse de allí.
(*) Abogado, escritor, compositor, intérprete.
