En aquel tiempo, Jesús se hizo acompañar de Pedro, Santiago y Juan, y subió a un monte para hacer oración. Mientras oraba, su rostro cambió de aspecto y sus vestiduras se hicieron blancas y relampagueantes. De pronto aparecieron conversando con él dos personajes, rodeados de esplendor: eran Moisés y Elías. Y hablaban de la muerte que le esperaba en Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban rendidos de sueño; pero, despertándose, vieron la gloria de Jesús y de los que estaban con él. Cuando éstos se retiraban, Pedro le dijo a Jesús: ‘Maestro, sería bueno que nos quedáramos aquí y que hiciéramos tres chozas: una para ti, una para Moisés y otra para Elías”, sin saber lo que decía. No había terminado de hablar, cuando se formó una nube que los cubrió; y ellos, al verse envueltos por la nube, se llenaron de miedo. De la nube salió una voz que decía: ‘Este es mi Hijo, mi escogido; escúchenlo”. Cuando cesó la voz, se quedó Jesús solo. Los discípulos guardaron silencio y no dijeron a nadie nada de lo que habían visto (Lc 9, 28-36).
En este segundo domingo de Cuaresma, meditamos el texto de la Transfiguración. Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte para orar. Volveremos a encontrar a los tres juntos en el Monte de los Olivos, en la extrema angustia de Jesús, como imagen que contrasta con la de la transfiguración, aunque ambas están inseparablemente relacionadas entre sí. La transfiguración en el monte Tabor está unida a la desfiguración en el monte Calvario. Vemos aquí una relación con Ex 24,1-9, donde Moisés lleva consigo en su ascensión a Aarón, Nadab y Abihú, además de los setenta ancianos de Israel. Los montes ocupan un lugar central en la vida de Jesús: el monte de la tentación, el monte en Tiberíades donde proclama las Bienaventuranzas, el monte de la oración, el monte de la transfiguración, el monte de la angustia, el monte de la cruz y, por último, el monte de la ascensión. El monte es lugar de la subida, no sólo externa, sino sobre todo interior. El monte como liberación del peso de la vida cotidiana, como un respirar en el aire puro de la creación; el monte que permite contemplar la belleza de la mano creadora de Dios; el monte que me da altura interior y me hace intuir la trascendencia. Moisés y Elías recibieron en el monte Sinaí la revelación de Dios. Ahora ellos, que representan a la Ley y los profetas, están en coloquio con Aquel que es la revelación de Dios en persona. Lucas afirma que ‘mientras Jesús oraba, el aspecto de su rostro cambió, y sus vestidos brillaban de blanco” (9,29).
La transfiguración es un acontecimiento de oración. Se ve claramente lo que sucede en la conversación de Jesús con el Padre: la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. Ya al inicio de la creación el Todopoderoso dice: ‘Fiat lux”, ‘Haya luz” (Gen 1, 3), y la luz se separó de la oscuridad. Al igual que las demás criaturas, la luz es un signo que revela algo de Dios: es como el reflejo de su gloria, que acompaña sus manifestaciones. Cuando Dios se presenta, el profeta Habacuc afirma que: ‘su fulgor es como la luz, salen rayos de sus manos” (Ha 3, 4). Los Salmos destacan que la luz es el manto con que Dios se envuelve (cf. Sal 104, 2). En el libro de la Sabiduría el simbolismo de la luz se utiliza para describir la esencia misma de Dios: la sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es ‘un reflejo de la luz eterna”, superior a toda luz creada (cf. Sb 7, 27-29). Cada vez que dedicamos tiempo a la oración, subimos al monte, somos transfigurados, iluminados, bajando de allí más serenos y confiados. Decía la Madre Teresa de Calcuta: ‘Yo estoy perfectamente convencida de que cuantas veces rezamos y decimos Padre nuestro, Dios mira sus manos, que nos han plasmado… ‘Te he esculpido en la palma de mi mano’… mira Sus manos y nos ve en ellas. ¡Qué maravillosos son la ternura y el amor de Dios omnipotente!”. Con nuestra plegaria nos ponemos en las manos más seguras, que son las de Él. Por algo san Pío de Pietrelcina aconsejaba: ‘Reza, espera y no te preocupes. La preocupación es inútil. Dios es misericordioso y escuchará siempre tu plegaria. La oración es la mejor arma que tenemos. Es la llave que abre el corazón de Dios. Debes hablarle a Jesús no sólo con los labios sino con el corazón. En realidad, en algunas ocasiones, sólo con el corazón”. El silencio de la lengua nos ayuda a hablarle a Dios. El de los ojos, a ver a Dios. Y el silencio del corazón, como el de la Virgen, a conservar todo lo más preciado en nuestro corazón. La oración hace milagros. Es cuestión de experimentarlo en esta Cuaresma.