Jesús llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer samaritana fue a sacar agua, y Jesús le dijo: "Dame de beber''. Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos. La samaritana le respondió: ¡Cómo! ¿Tú que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana. Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos. Jesús le respondió: "Si conocieras el don de Dios y quien es el que te dice: "Dame de beber", tú misma se lo hubieras pedido, y él te habría dado agua viva''. "Señor, le dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva? Jesús le respondió: "El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él manantial que brotará hasta la vida eterna'' (cf. Jn 4, 5-42).

En el tercer domingo de Cuaresma meditamos el encuentro de la samaritana con Jesús, en el pozo de Jacob, en la ciudad de Sicar. El Siquem o Sicar de las Escrituras es el actual Nablus. Allí está el pozo al que se refiere el evangelista San Juan. Actualmente hay una iglesia ortodoxa, y en la cripta se encuentra el pozo. Efectivamente, como afirmó la mujer, no se podían ver judíos y samaritanos. En el año 926 a.C, las tribus del norte se rebelaron contra el rey Roboam, hijo de Salomón. De aquí surgieron dos reinos: el del norte, con su capital en Siquem, y el de Judá en el sur con su capital en Jerusalén. En el año 875 a.C, el rey e Israel, Omrí, traslada la capital a Samaría. En el 722 a.C., los asirios conquistaron a las diez tribus del reino de Israel. La Biblia relata que el pueblo original fue al exilio y se reemplazó por gente foránea, a quien se le dio instrucción religiosa similar a la judía. Aunque el pueblo samaritano, originado con esta mezcla, reconocía la Torá, fue despreciado por el pueblo judío.

El tema de la sed atraviesa todo el evangelio de Juan: desde el encuentro con la samaritana, pasando por la gran profecía durante las fiestas de las Tiendas (cf. Jn 7,37-38), hasta la cruz, cuando Jesús, antes de morir, para que se cumpliera la Escritura, dijo: "Tengo sed'' (Jm 19,28). La sed de Cristo es una puerta de acceso al misterio de Dios, que tuvo sed para saciar la nuestra, como se hizo pobre para enriquecernos (cf. 2 Cor 8,9). La mujer samaritana representa la insatisfacción existencial de quien no ha encontrado lo que busca: había tenido cinco maridos y convivía con otro hombre; sus continuas idas al pozo para sacar agua expresan un vivir repetitivo y resignado. Pero todo cambió para ella aquel día gracias al coloquio con el Señor, que la desconcertó hasta el punto de inducirla a dejar el cántaro del agua y correr a decir a la gente del pueblo: "Vengan a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho'' (Jn 4, 28-29). Su encuentro con Jesús la convierte en misionera. Meditando este evangelio recordé la experiencia de conversión de ese gran poeta francés, Paul Claudel. Hijo de un funcionario y de una campesina, fue el más pequeño de una familia compuesta por dos hermanas más. El ambiente familiar era muy frío, y le llevó a replegarse sobre sí mismo. Su inquietud hace que no se resigne a morir interiormente. Le llegan bocanadas en la música de Beethoven y de Wagner, en la poesía de Shakespeare y Baudelaire. Pero el 25 de diciembre de 1886 fue a la catedral de Notre-Dame de París, y escuchó cantar el Magnificat. Escribirá entonces: "En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte que no dejaba lugar a ninguna clase de dudas. De repente tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios. Había en mí un hombre nuevo; pero el viejo se resistía con todas sus fuerzas y no quería entregarse a esta nueva vida que se abría ante él. El sentimiento que más me impedía manifestar mi convicción era el respeto humano. Manifestarme como uno de los tan ridiculizados católicos, me producía un sudor frío. Pero sentía en mí una mano firme, y me dediqué a anunciar a Dios sin complejos, como la samaritana".

El camino de la samaritana es un itinerario que gradualmente descubre quién es Jesús: un judío distinto, un profeta, el Mesías, el Salvador del mundo. Ya no puede callar, sólo debe anunciar.