El miércoles pasado iniciamos la Cuaresma, y hoy celebramos el primer domingo de este tiempo litúrgico, que estimula a los cristianos a comprometerse en un camino de preparación para la Pascua. Hoy el evangelio nos recuerda que Jesús, después de haber sido bautizado en el río Jordán, impulsado por el Espíritu Santo, que se había posado sobre él revelándolo como el Cristo, se retiró durante cuarenta días al desierto de Judá, donde superó las tentaciones de Satanás (cf. Mc 1, 12-13). Siguiendo a su Maestro y Señor, también los cristianos entran espiritualmente en el desierto cuaresmal para afrontar junto con él "el combate contra el espíritu del mal”. La imagen del desierto es una metáfora muy elocuente de la condición humana. Es el lugar del éxodo, de la alianza y del encuentro con Dios. El libro del Éxodo narra la experiencia del pueblo de Israel que, habiendo salido de Egipto, peregrinó por el desierto del Sinaí durante cuarenta años antes de llegar a la tierra prometida. A lo largo de aquel largo viaje, los judíos experimentaron toda la fuerza y la insistencia del tentador, que los inducía a perder la confianza en el Señor y a volver atrás; pero, al mismo tiempo, gracias a la mediación de Moisés, aprendieron a escuchar la voz de Dios, que los invitaba a convertirse en su pueblo santo. Al meditar en esta página bíblica, comprendemos que, para realizar plenamente la vida en la libertad, es preciso superar la prueba que la misma libertad implica, es decir, la tentación.
Cuaresma hace referencia al número 40, que en la Sagrada Escritura es el tiempo de la prueba y de la purificación. Es una cifra que expresa el tiempo de la espera, de la vuelta al Señor, de la conciencia de que Dios es fiel a sus promesas. Este número no es un tiempo cronológico. Más bien indica una perseverancia paciente, una larga prueba, un periodo suficiente para ver las obras de Dios, un tiempo en el que es necesario decidirse y asumir las propias responsabilidades, sin dilaciones adicionales. Es el tiempo de las decisiones maduras. El número cuarenta aparece por primera vez en la historia de Noé. Este hombre justo, a causa del diluvio pasa cuarenta días y cuarenta noches en el arca, junto a su familia y a los animales que Dios le había dicho que llevara consigo. Y espera por otros cuarenta días, después del diluvio, antes de llegar a tierra firme, salvado de la destrucción (cf. Gn 7,4.12, 8.6). Después la siguiente etapa: Moisés permanece en el monte Sinaí, en presencia del Señor por cuarenta días y cuarenta noches, para acoger la ley. En todo este tiempo ayuna (cf. Ex 24,18). Cuarenta son los años del viaje del pueblo judío desde Egipto hasta la Tierra Prometida, momento adecuado para experimentar la fidelidad de Dios. "Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años. No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años”, dice Moisés en el Deuteronomio al final de estos cuarenta años de migración (Dt 8,2.4). Los años de la paz, de los que goza Israel bajo los jueces, son cuarenta (cf. Jc. 3, 11.30), pero, transcurrido este tiempo, comienza el olvido de los dones de Dios y el retorno al pecado. El profeta Elías emplea cuarenta días para llegar al Horeb, el monte donde encuentra a Dios (cf. 1 Re 19, 8). Cuarenta son los días durante los cuales los ciudadanos de Nínive hacen penitencia para obtener el perdón de Dios (cf. Gn. 3,4). Cuarenta son también los años del reinado de Saúl (Cf. Hechos 13,21), de David (cf. 2 Sam 5,4-5) y de Salomón (cf. 1 Reyes 11,41), los tres primeros reyes de Israel. También los salmos reflexionan sobre el significado bíblico de los cuarenta años, como el Salmo 95, del que hemos escuchado un pasaje: "Si quieres escuchar su voz hoy mismo!" "¡Oh, si escucharan hoy su voz! No endurezcan su corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, donde me pusieron a prueba sus padres, me tentaron aunque habían visto mi obra. Cuarenta años me asqueó aquella generación, y dije: Pueblo son de corazón torcido, que mis caminos no conocen.” (vv. 7c-10).
Jesús indica tres modos para vivir la conversión en el período cuaresmal: la limosna; es decir, compartir; la oración, o sea, ponerse en manos del Señor; y el ayuno, esto es, imponerse límites. En definitiva, la humildad para reconocer nuestras fragilidades y celebrar la grandeza de Dios. Armando Carlini, profesor estable de la facultad de filosofía de la Universidad de Pisa (Italia), en uno de sus libros escribió: "El día en que, luego de titubeos y no sin esfuerzo, me decidí a realizar aquel acto humilde de reconocer mis errores, fue el más memorable de mi vida. Por primera vez me sentí dueño de mi mismo, de mi vida y de mi pensamiento”.
