"El mateo se sacudía al compás de calles desparejas. El cansado caballo saludaba con su noble cabeza a todo el mundo...''

Puse mi piecito en el estribo forrado en vieja goma y mi abuelo me empujó desde atrás para subir. Lustroso y ajado el rojizo tapizado trajinado del antiguo mateo me recibió. El hombre amable dio un discreto golpe de látigo al negro y fornido caballo y el viaje comenzó desde la tradicional estación de Avenida España y Mitre hacia el sur, los viejos puentes de hierro rojizo de la 9 de julio, la calle Las Heras, el costado del ferrocarril, el barrio Ferroviario, el Club Pacífico, ritual de boxeo, campeonatos interprovinciales de bochas y bailes de carnaval enamorados de albahaca, rito donde aquel San Juan de mi niñez buscaba historias de barrio en sus arrabales humildes: Valdivia, Villa del Carril y al fondo el humilde Barrio Rivadavia, bastión post terremoto donde edificamos años primeros y "la calle angostita moría en las viñas'' que paseaban en torno a la acequia donde refrescábamos la vida; el noble sapo se sentía en paz y en silencio crepuscular los gusarapos promovían agrestes desfiles donde el rey era el barquito de papel que llegaba primero y la alegría de haber ganado la carrera nos conducía esa noche al sueño más limpio y feliz que recuerdo.


El mateo se sacudía al compás de calles desparejas. El cansado caballo saludaba con su noble cabeza a todo el mundo, encasillado en su dignidad de hacer feliz a los niños algunos momentos. Las tardecitas eran nuestras. El látigo que a veces cortada en dos el aire pesado nos compungía sin lágrimas. Siempre quise a los animales desde el amor más simple y vasto.


Esta ceremonia, ya desgraciadamente perdida en gran parte de nuestro país, sin embargo es universal. Se van perdiendo los mateos en la honradez de las historias más humanas. Desde su Mendoza, don Hilario Cuadros alcanzó a brindarles antes de irse su cueca "Cochero e' Plaza'', hoy universal y hasta en el Central Park de Nueva York vi estos bellos carruajes, desfile de la gente común, estacionados en la amplia avenida que lo surca en su costado más largo y me emocioné. Las cosas valiosas llegan hasta los sitios más lejanos. Corresponde decir que allí también vi, enhiesta, digna, imponente una estatua de nuestro gran Sarmiento dominando el paisaje de una lejana ciudad que, como todo el mundo, lo honra con tanto o mayor respeto que nosotros. 


Despobladas, aturdidas, sin sentido, han quedado nuestras estaciones. Un silencio injusto ha establecido un tramo final a los revoloteos de sus máquinas y los sueños de sus ferroviarios. Mi abuelo foguista habrá sentido un estremecimiento en su sillón de eternidad. Mi infancia ha perdido en el tumulto un sitio donde sentarse a mirar la vida con inocencia. Pero algún mateo de lustrosos asientos ajados, en su obstinación por la pureza, seguramente continúa tiroteando de rosas y gorriones por aquella avenida España hasta el Sur o redoblando sueños por Mitre hacia abajo, sosteniendo entre añoranzas y abandonos el corazón de su extirpada vida. 

Por el Dr. Raúl de la Torre
Abogado, escritor, compositor, intérprete.