Varias veces he aludido con afecto a los almacenes. Es incomparable ese rumor de barrio, ese espíritu familiar que ellos contienen. En ese lugarcito amable todos de algún modo nos conocemos. "¿Quedé debiendo algo la semana pasada?"

La muchacha consulta las anotaciones echas a mano en el cuaderno marchito y nos da el informe exacto de nuestra situación. Cualquiera que entra es de algún modo conocido, y por eso se puede comentar -ante todos los presentes y sin ningún pudor- algún dato que en otro ámbito resultaría una indiscreción.

El carnicero, por esas cosas que uno no puede explicar, es generalmente confianzudo. Revolea el enorme cuchillo que parece nunca se desafila, como si fuera una pluma que escribe realidades y lanza una broma a la vecina de batón floreado que no le contesta porque ya lo conoce. Pero eso no lo arredra, es su estilo y modo de vender.

El verdulero pesa todo en una antigua balancita de larga vara que jamás se detiene en posición horizontal; un adminículo parecido al que solemos ver como del símbolo de la Justicia, en este caso la Justicia barrial, la que compara el bolsillo de los vecinos con el producto que necesitamos.

De pronto entra el proveedor de la carne, cargando en su hombro una media res al modo de un herido. Años han pasado desde que el almacenero dirigía las largas mañanas de invierno con su puruña modo de espada amable, y de entre enormes tachos que había debajo del mostrador sacaba la harina o el azúcar y las volcaba como cataratas de miel sobre el áspero gris del papel de estraza que crujía cuando lo enrulaba a modo de enorme empanada.

Casi todos los almacenes tienen en un rinconcito una verdulería como complemento. No es lo mismo tomar dos morrones y hacerlos pesar en un supermercado, que pesarlos uno mismo y dictarle el peso al almacenero. El ritual de confianza y cordialidad es un valor sobreentendido en los almacenes.

De pronto entra agitada una nena de unos siete años y entre sollozos le pide a don Ángel que vaya para su casa porque su señora se ha puesto mal.

El hombre corre lo que puede con sus ochenta y tantos y nos deja flameando una tristeza en el ambiente perfumado de frutas y semitas, una mancha indefinible que a veces puede acorralarnos y que en este caso cada uno de los presentes, presagiando algo penoso, trata de amortiguar con alas lastimadas para poder sacársela al anciano de los hombros, aunque el rostro demudado de don Ángel, mixtura de amor y derrota, es demasiado categórico como para esperanzarnos.