La Iglesia comienza hoy un nuevo año litúrgico y lo inicia con el tiempo del Adviento. Ayer, en las primeras vísperas y al hacer ingreso en este tiempo de la liturgia eclesial, la primera antífona de la celebración vespertina nos decía: "Anunciad a todos los pueblos y decidles: Mirad, Dios viene, nuestro Salvador". Al inicio de un nuevo ciclo anual, la liturgia invita a la Iglesia a renovar su anuncio a todos los pueblos y lo resume en dos palabras: "Dios viene". Esta expresión tan sintética contiene una fuerza de sugestión siempre nueva. Detengámonos un momento a reflexionar: no usa el pasado, "Dios ha venido", ni el futuro, "Dios vendrá", sino el presente: "Dios viene". Como podemos comprobar, se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que se realiza siempre: está ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá también en el futuro. En todo momento "Dios viene". El verbo "venir" se presenta como un verbo "teológico", e incluso "teologal", porque dice algo que atañe a la naturaleza misma de Dios. Por tanto, anunciar que "Dios viene" significa comunicar simplemente a Dios mismo, a través de uno de sus rasgos esenciales y característicos: es el "Dios que viene".

El Adviento invita a los creyentes a tomar conciencia de esta verdad y a actuar coherentemente. Resuena como un llamamiento saludable que se repite con el paso de los días, de las semanas, de los meses: "Despierta. Recuerda que Dios viene. No ayer, no mañana, sino hoy, ahora. El único verdadero Dios, "el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob" no es un Dios que está en el cielo, desinteresándose de nosotros y de nuestra historia, sino que es el "Dios que viene". Es un Padre que nunca deja de pensar en nosotros y, respetando totalmente nuestra libertad, desea encontrarse con nosotros y visitarnos. Viene porque desea liberarnos de todo aquello que impide nuestra verdadera felicidad: "Dios viene a salvarnos".

Los Padres de la Iglesia explican que la "venida" de Dios, continua y, por decirlo así, connatural con su mismo ser, se concentra en las dos principales venidas de Cristo: la de su encarnación y la de su vuelta gloriosa al fin de la historia (cf. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 15,1). El tiempo de Adviento se desarrolla entre estos dos polos. En las lecturas de los próximos días se subraya la espera de la última venida del Señor. En cambio, al acercarse la Navidad, prevalecerá la memoria del acontecimiento de Belén, para reconocer en él "la plenitud del tiempo". Entre estas dos venidas "manifiestas", hay una tercera, que san Bernardo llama "intermedia" y "oculta": se realiza en el alma de los creyentes y es una especie de puente entre la primera y la última. "En la primera, escribe san Bernardo, Cristo fue nuestra redención; en la última, se manifestará como nuestra vida; en la tercera, él se revela como nuestro descanso y nuestro consuelo" (Discurso 5 sobre el Adviento,1).

El Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza. La esperanza verdadera y segura está fundamentada en la fe en Dios Amor, Padre misericordioso, que "tanto amó al mundo que le dio a su Hijo unigénito" (Jn 3,16), para que los hombres, y con ellos todas las criaturas, puedan tener vida en abundancia (cf. Jn 10,10). En efecto, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su encarnación, con su vida terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y resurrección. Así pues, el Adviento es tiempo favorable para redescubrir una esperanza no vaga e ilusoria, sino cierta y fiable, por estar "anclada" en Cristo, Dios hecho hombre, roca de nuestra salvación. En realidad, si falta Dios, falla la esperanza. Todo pierde sentido. Es como si faltara la dimensión de profundidad y todas las cosas se oscurecieran, privadas de su valor simbólico.

Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su verdadero rostro; por eso no cesa de llamar a nuestra puerta, como humilde peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo tiempo a la humanidad, precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo. Este es también el sentido de un nuevo año litúrgico que comienza: es un don de Dios, el cual quiere revelarse de nuevo en el misterio de Cristo. Mediante la Iglesia quiere hablar a la humanidad y salvar a los hombres de hoy. Y lo hace saliendo a su encuentro, para "buscar y salvar lo que estaba perdido" (Lc 19,10). Desde esta perspectiva, la celebración del Adviento es la respuesta de la Iglesia Esposa a la iniciativa continua de Dios Esposo, "que es, que era y que viene" (Ap 1,8). Todo niño que nace es signo de la confianza de Dios en el hombre y es una confirmación, al menos implícita, de la esperanza que el hombre alberga en un futuro abierto a la eternidad de Dios. Acrecentar esta esperanza es el desafío.

 

Por Pbro. Dr. José Manuel Fernández