François-Marie Aouret (1694-1778), universalmente conocido con el pseudónimo de Voltaire, fue un escritor ácido y fuertemente polémico respecto a la religión católica, y particularmente, en relación de la Sagrada Eucaristía. Llegó a decir que ésta era "una superstición". Esas palabras irreverentes presentan a la Eucaristía como un absurdo que no entra en la razón. Sin embargo Galileo Galilei (1564-1642), un hombre que sabía razonar, se arrodillaba como un niño delante a la Hostia consagrada. Louis Pasteur (182-1895), célebre científico francés que desarrolló la teoría de las enfermedades infecciosas, se confesaba frecuentemente con el Abbé Huvelin, el padre espiritual del beato Charles de Foucauld y se acercaba diariamente a comulgar. Podemos responder a Voltaire con la afirmación de Blas Pascal: "Si Jesús es el Hijo de Dios, ¿cuál es el problema que esté presente en la Eucaristía? ¿Quién puede poner un límite a la omnipotencia divina?" En la víspera de su Pasión, durante la Cena pascual, el Señor tomó el pan en sus manos y, después de pronunciar la bendición, lo partió y lo dio diciendo: "Tomen, este es mi cuerpo". Después tomó el cáliz, dio gracias, lo dio y todos bebieron de él. Y dijo: "Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos" (Mc 14, 22-24). ¡Qué humildad tan grande la de Dios que quiso quedarse en un bocado de pan! Jesús, como signo de su presencia, escogió pan y vino. Con cada uno de estos dos signos se entrega totalmente, no sólo una parte de sí mismo. Cada uno de los signos representa, a su modo, un aspecto particular de su misterio y nos quieren hablar para que aprendamos a comprender algo más del misterio de Jesucristo.


Luego de la consagración contemplamos la Hostia, la forma más simple de pan y de alimento, hecho sólo con un poco de harina y agua. Así se ofrece como el alimento de los pobres, a los que el Señor destinó en primer lugar su cercanía. En cada Misa, Dios entrega este pan y lo presenta como fruto de la tierra y del trabajo del hombre. En él queda recogido el esfuerzo humano, el trabajo cotidiano de quien cultiva la tierra, de quien siembra, cosecha y finalmente prepara el pan. Sin embargo, el pan no es sólo producto nuestro; es fruto de la tierra y, por tanto, también don, pues el hecho de que la tierra dé fruto no es mérito nuestro; sólo el Creador podía darle la fertilidad. El pan es fruto de la tierra y a la vez del cielo. Presupone la sinergia de las fuerzas de la tierra y de los dones de lo alto, es decir, del sol y de la lluvia. Tampoco podemos producir nosotros el agua, que necesitamos para preparar el pan. En un período en el que se habla de la desertización y en el que se sigue denunciando el peligro de que los hombres y los animales mueran de sed en las regiones que carecen de agua, somos cada vez más conscientes de la grandeza del don del agua. Entonces, al contemplar más de cerca este pequeño trozo de Hostia blanca, este pan de los pobres, se nos presenta como una síntesis de la creación. Concurren el cielo y la tierra, así como la actividad y el espíritu del hombre. De este modo, comenzamos a comprender por qué el Señor escoge este trozo de pan como su signo.


De modo semejante nos habla también el signo del vino. Ahora bien, mientras el pan hace referencia a la vida diaria, a la sencillez y a la peregrinación, el vino expresa la exquisitez de la creación: la fiesta de alegría que Dios quiere ofrecernos al final de los tiempos y que ya ahora anticipa una vez más como indicio mediante este signo. Pero el vino habla también de la Pasión: la vid debe podarse muchas veces para que sea purificada; la uva tiene que madurar con el sol y la lluvia, y tiene que ser pisada: sólo a través de esta pasión se produce un vino de calidad. En la fiesta del "Corpus Christi", contemplamos sobre todo el signo del pan. Nos recuerda también la peregrinación de Israel durante los 40 años en el desierto. La Hostia es nuestro maná; pero al recibirla se nos invita a la misión. Decía la Madre Teresa de Calcuta: "María, apenas recibió el anuncio de la Encarnación de Jesús en su seno virginal, fue premurosa a entregarlo a su prima Isabel y a Juan el Bautista. También nosotros, apenas recibamos a Jesús en la Sagrada Comunión, vayamos a darlo a los pobres, a los enfermos, a los moribundos, a los marginados y a los rechazados. Sin la Misa, yo no podría vivir un solo día. Y sin Eucaristía no podría llevar su amor a los humildes". Comunión y misión nunca son excluyentes.